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El debate público

Militares, reglas, estridencia

 

 

 

 

 

 

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

01/01/2018

La Ley de Seguridad Interior es insuficiente y no forma parte de una estrategia integral contra el crimen organizado. Pero decir que promueve la militarización del país y, peor aún, que es una “ley golpista”, es un despropósito.

A la urgencia de los promotores de esa ley, se enfrentó el ofuscamiento de muchos de quienes la cuestionaron. Las razones de unos no fueron atendidas, quizá ni siquiera entendidas, por los otros. Los legisladores y gobernantes que promovieron la Ley de Seguridad reconocían un injustificable rezago jurídico. Desde hace décadas el Ejército y la Marina participan en la persecución al narcotráfico sin que existieran procedimientos para regular esa intervención. Por otra parte, la solución a los gravísimos problemas del país en materia de seguridad pública precisa de una reestructuración completa de las instituciones dedicadas a esas tareas, comenzando por la creación de corporaciones policiacas realmente profesionales.

Unos, quisieron resolver una laguna legal desatendida durante mucho tiempo y cuya solución era requerida, en primer lugar, por las Fuerzas Armadas. Los otros, consideraron que la prioridad debería ser la construcción de una nueva política de seguridad interior. Sin embargo entre quienes rechazaron la ley hubo voces tan destempladas que exageraron, intencionalmente, las consecuencias que podría alcanzar. Algunos activistas y/o analistas han llegado a decir que con la nueva Ley de Seguridad Interior estamos ante la “imposición de la ley marcial en Mexico”, o frente a la creación de “un régimen autoritario militarizado”. Nada de eso es cierto. Pero tales admoniciones fueron repetidas con tanta insistencia, en medio de una polarización en donde las aclaraciones quedaron extraviadas, que muchos ciudadanos las han creído.

Si a la nueva ley se le evalúa de acuerdo con lo que teníamos hasta ahora, se puede reconocer que se trata de un avance aunque con algunos rasgos inquietantes. Desde hace décadas (al menos desde comienzos de los años 90) el Ejército y luego la Marina participan en la persecución al narcotráfico. Los presidentes de la República han dispuesto esa intervención en ejercicio de la facultad que les otorga la Fracción VI del Artículo 89 de la Constitución: “Preservar la seguridad nacional, en los términos de la ley respectiva, y disponer de la totalidad de la Fuerza Armada permanente o sea del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea para la seguridad interior y defensa exterior de la Federación”.

Cada vez que lo ha estimado necesario, el presidente ha ordenado la presencia militar. Las policías federales, estatales y, cuando las hay, municipales, no son suficientes para combatir a la delincuencia organizada. A partir de la nueva ley existe un procedimiento con reglas para ordenar la actuación de las Fuerzas Armadas.

Ahora, para que las Fuerzas Armadas intervengan en tareas de seguridad interior el Presidente tiene que hacer una Declaratoria e informar tanto al Congreso como a la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Esa medida puede tomarse a petición fundada del congreso o del gobernador de un estado. En todo caso, es necesario que las autoridades competentes no tengan suficiente capacidad para atender las amenazas a la seguridad interior.

La intervención federal así dispuesta no será por más de un año, aunque ese plazo es prorrogable. En la aplicación de la ley deberán respetarse los derechos humanos. Es decir, no existen excepciones que justifiquen acciones ilegales y menos aún que atenten contra tales derechos.

Nada de ello impedirá de manera automática que haya excesos por parte de militares abusivos. Pero la nueva ley no propicia ni legitima tropelía alguna.

Hay, entre otras, dos implicaciones preocupantes en la Ley de Seguridad Interior. La primera es de carácter jurídico. El Artículo 21 Constitucional dice que “las instituciones de seguridad pública serán de carácter civil”. De acuerdo con esa limitación las fuerzas armadas no podrían participar en la lucha contra criminales como ha ocurrido desde hace largo tiempo. La nueva ley le da la vuelta a esa disposición al establecer que las acciones de seguridad interior no serán consideradas como acciones de seguridad pública. Se trata de una argucia retórica para legitimar una irregularidad. Por encima de la congruencia jurídica se privilegió el realismo político (y policiaco).

Otra consecuencia es la consagración de los jefes militares a la cabeza de las operaciones contra la delincuencia organizada. La Ley de Seguridad indica que, cuando disponga la intervención de los militares, el presidente de la República designará a un Comandante de las Fuerzas Armadas que tendrá amplias atribuciones y dirigirá a las instituciones civiles o militares involucradas en esas acciones. Por lo general así ocurre, pero hubiera sido pertinente dejar abierta la posibilidad de que el mando esté a cargo de una autoridad civil. En todo caso, los soldados y marinos desplegados con motivo de esa Declaratoria tendrán que poner a disposición del Ministerio Público, o de la policía, a quienes hubieran detenido en la comisión de un delito.

La información de asuntos relacionados con seguridad por lo general es reservada. Sin embargo es discutible la decisión para que la información generada con motivo de una Declaratoria siempre sea considerada como clasificada, es decir, bloqueada para efectos de acceso a la información. Ese carácter podría haber sido ratificado, o no, por las autoridades en materia de transparencia.

A la nueva Ley, por otra parte, se la puede evaluar de acuerdo con lo que quisiéramos para resolver la crisis de seguridad interior que experimenta el país. Con ese parámetro, resulta claro que es insuficiente. México necesita una estrategia, amplia, realmente reformadora de instituciones e inercias y sobre todo capaz de acabar con irregularidades e impunidades en la persecución a la delincuencia. Antes que nada, necesitamos policías capacitados y con salarios decorosos. Pero ese no era el propósito de la Ley de Seguridad Interior. Muchos de quienes la cuestionaron en días recientes le pedían a esa ley lo que no se proponía ser. La Comisión Nacional de Derechos Humanos insistió en que los problemas de seguridad deben ser revisados “bajo un enfoque integral… partiendo de una lógica preventiva, más que reactiva”. Esa necesidad existía antes, y se mantiene después de la nueva Ley.

Algunas voces muy respetables, entre ellas los rectores de la UNAM, la UdeG y la UIA, llamaron a realizar un amplio diálogo para discutir las variadas aristas que tiene la política de seguridad del Estado. Opiniones, hubo muchas durante el proceso legislativo en ambas cámaras. Lo que no existió fue un debate con razones y posiciones claras en primer lugar porque los legisladores resueltos a aprobar la Ley accedieron a escuchar puntos de vista diferentes pero no a debatir con ellos. Y al mismo tiempo, ese intercambio fue entorpecido por el maximalismo de los opositores más estridentes a la Ley.

Enfrentados partidarios y antagonistas de la multicitada Ley, no hubo espacios de interlocución y mucho menos de negociación. En tal escenario y en vista de los tiempos políticos y electorales, postergar la aprobación implicaba cancelarla por tiempo indefinido. La muy pertinente demanda para que hubiera una amplia discusión sobre políticas de seguridad, incluso a pesar de muchos de quienes la promovían, se convirtió en un pretexto para propinarle una derrota al gobierno de Peña Nieto y, de paso, al Ejército. A ese extremo condujo la polarización.

La Ley de Seguridad Interior, por otra parte, tuvo defensores cuya opinión no resultaba desdeñable. En las audiencias en el Senado para discutir esa iniciativa en enero pasado y luego el 11 de diciembre, se expresaron las principales posiciones en contra. A favor, entre otros, se conocieron los testimonios de una docena de gobernadores y presidentes municipales de distintas filiaciones políticas. El presidente municipal de Ciudad Juárez, Héctor Armando Cabada, deploró la “falta de preparación de las fuerzas militares frente a las tareas de prevención y de proximidad social” y pidió que las autoridades locales tengan más participación en las decisiones en materia de seguridad. Pero además reconoció: “El Ejército cuenta con el aval de la comunidad como institución”. Cabada, que llegó a la alcaldía juarense como candidato independiente, no forma parte de ningún partido.

Es mejor que haya reglas a que, como ha sucedido, la intervención del Ejército y la Marina sea resuelta de manera absolutamente discrecional. Las normas que establece la Ley de Seguridad Interior son debatibles y hubiera sido mejor que garantizaran transparencia y atribuciones de autoridades civiles. Pero esa Ley no propiciará mayor presencia ni más abusos de las Fuerzas Armadas.

Ejército y Marina ya están a cargo de tareas de seguridad pública en al menos 27 de las 32 entidades del país y constituyen el primer frente en el combate a la delincuencia organizada. Desde luego falta una política integral. Pero la discusión indispensable para construir una política nacional y eficaz no será posible si prevalecen apreciaciones desmesuradas como las que en días recientes se extendieron a propósito de esa nueva Ley.