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El debate público

Nuestro septiembre negro

 

 

 

 

 

 

 

 

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

21/09/2017

 

Inevitable el recuerdo de lo ocurrido 32 años antes, cuando el colapso urbano fue mayor. Las escenas del martes fueron como una sacudida a la memoria de la tragedia ahora repetida en escala menor, pero no por ello menos dolorosa. De nuevo, amistades que lo han perdido todo, escenas terribles de derrumbes, solidaridad desbordada que busca organizarse, pasmo de las autoridades de la ciudad, que a pesar de tres décadas parecen haber aprendido bien a hacer simulacros, pero que actúan con torpeza y lentitud ante la realidad catastrófica.

Un par de horas antes del terremoto del martes, Miguel Mancera se llenaba la boca al decir que la Ciudad de México era ahora mucho más “resiliente” –terminajo de moda– que cuando los sismos de 1985. Sin embargo, apenas minutos después la ciudad se hundía en el caos, sin que se viera a la policía resolviendo los atascos ni a las brigadas de protección civil llegando las primeras a los edificios colapsados donde, como entonces, fue la respuesta espontánea de voluntarios la que comenzó a hacerse sentir para poner manos a la obra en el rescate.

Habrá que esperar a ver el impacto de los terremotos de este septiembre en el ánimo social. Hace tres décadas, la tragedia y la sensación de empoderamiento que la respuesta solidaria generó en la sociedad civil, mientras la parálisis del gobierno se hacía evidente, influyeron en buena medida en el clima de cambio político que entonces ya se respiraba en el país y que se manifestaría con una energía de otra manera telúrica en las elecciones de 1988.

La sacudida social que el terremoto del 85 produjo fue potenciada por la percepción de un Estado aturullado, e ineficaz, muestra de la crisis en la que estaba ya para entonces sumido el régimen del PRI, no solo por el desastre económico de aquellos años, sino también por la descomposición de los mecanismos tradicionales de inclusión política y social. La sensación de la sociedad entonces fue que el Estado mexicano era inepto, incapaz de enfrentar con eficacia y celeridad una crisis de esa envergadura. La antigua imagen del otrora todopoderoso poder presidencial se desdibujaba ante los titubeos del gobierno de Miguel de la Madrid, mientras la movilización espontanea se mostraba relativamente eficaz para resolver problemas básicos de cooperación sin necesidad de intervención oficial.

La catástrofe de 1985 paralizó durante semanas a la ciudad de México y a buena parte del gobierno federal. Varios meses después había dependencias que funcionaban a medias. Yo mismo estuve entonces casi seis meses desempleado con goce de sueldo, hasta que acepté mi traslado a la delegación de Programación y Presupuesto, secretaría donde trabajaba, en Campeche. Se desató una fiebre descentralizadora y muchos funcionarios del Estado se acogieron a los planes mal hechos de desconcentración que, a la postre, terminaron por fracasar. Se hizo evidente la vulnerabilidad de un orden político desgastado, autoritario e ineficaz, mientras la sociedad descubría sus potencialidades.

Hoy el país no vive una crisis económica como la de la década de 1980, pero desde entonces ha vivido en el estancamiento, sin oportunidades para millones, con buena parte de la población en extrema pobreza, lo que ha hecho mucho más trágica la situación provocada por los terremotos de este mes en zonas de Chiapas, Oaxaca, Xochimilco o Iztapalapa, mientras buena parte de la solidaridad de los voluntarios de clase media se concentraba el La Roma o La Condesa. El Estado mexicano de hoy, a pesar de ostentar su supuesto aprendizaje en materia de protección civil, no se ha mostrado mucho más capaz que hace 32 años. El gobierno de la ciudad de México ha respondido con lentitud, mientras Miguel Ángel Mancera se ha notado una vez más por su irrelevancia gubernativa.

Una muestra evidente de la falta de capacidades reales del gobierno capitalino fue la parálisis del tráfico de vehículos el martes después del temblor. El recorrido de la UAM–Xochimilco a Coyoacán, a través de una zona bastante afectada por el sismo, donde los cortes eléctricos se generalizaron y se apagaron los semáforos, pero que requería de fluidez de la circulación para permitir la llegada de servicios de emergencia, se volvió caótico; ni un solo policía de tránsito apareció en los múltiples cruceros conflictivos del trayecto. Espontáneos aquí y allá hacían lo que podía, pero la autoridad supuestamente capacitada para atender una situación de ese tipo brillaba por su ausencia.

Más de tres décadas después del gran terremoto, el nuevo evento telúrico, aunque menos aparatosos, vuelve a mostrar lo malo que es el Estado mexicano, lo pobres que son sus servicios, lo fácil que queda rebasado, mientras los jóvenes toman la ciudad y, como en 1985, muestran el vigor de la respuesta solidaria. Hoy, como entonces, la tragedia hace evidente la necesidad de reformar la organización estatal, más allá de lo electoral, para que sea capaz de cumplir con sus tareas básicas, no ya en una situación de emergencia, sino en la vida cotidiana, que en muchos lugares del país ha dejado de ser desde hace tiempo normal, pues está trastocada por la violencia y la inseguridad.

Si el impulso del 85 contribuyó a la democratización, ojalá el de 2017 juegue a favor de un nuevo ciclo de transformaciones para, por fin, lograr que en México tengamos un Estado decente y que funcione.