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El debate público

¿Otra reforma electoral? No, gracias

Ricardo Becerra

La Crónica

19/06/2016

Ustedes conocen esta historia: termina una elección y los partidos, los líderes de opinión, las televisoras y un variado coro de expertos electorales (que en México son legión) proponen… la siguiente reforma electoral. Es un ciclo infinito: inconformes -con razón o sin ella-, intereses poderosos, partidos perdedores y ocurrentes de todo signo lanzan al público sus diagnósticos para luego proponer nuevos arreglos en el sistema que derivan casi siempre, en un nuevo cúmulo de atribuciones a las ya de por sí, exhaustas, autoridades electorales,
No es que no existan los problemas y no haya cosas importantes qué cambiar (como por ejemplo esa misión imposible de la fiscalización express y on line), el problema es que la forma en que fue negociada la última operación de cambio (en el 2013) no augura nada bueno, pues arrojó una cauda de confusión, desorden y precipitación.
El año 2013-2014 fue la primera vez –desde 1977- que una reforma electoral no fue discutida ni confeccionada en sus propios términos. Los mismos líderes de los partidos y los legisladores lo declararon públicamente, supeditando el tiempo y la negociación del cambio electoral a la aprobación de otra reforma de muy distinta naturaleza: la energética. Ése es uno de los más graves errores políticos de los que tengo memoria. Y por eso no fue casualidad que ésa haya sido la única reforma electoral en décadas, que vio la luz en absoluta orfandad intelectual.
Pero ese precedente inmediato no es lo más importante: todas las reformas electorales importantes en México han nacido y se ponen a prueba en las elecciones intermedias cuando se integra sola, la Cámara de Diputados. Si en esta ocasión ocurriese un nuevo cambio, estaríamos ante la primera aventura que somete a nuevas reglas –no probadas- al mayor número de elecciones simultáneas de nuestra historia: Presidente, Senado, Diputados y otras ¡29 elecciones locales!
Por eso mi recelo a una nueva muda electoral: el diseño y las reglas fueron bastante mal hechas, son lo bastante inciertas, y sin embargo, las elecciones de este mes pudieron celebrarse con razonable éxito gracias a un aparato electoral extremadamente eficaz (de las pocas cosas que hemos hecho bien, en las últimas décadas).
Pero si la organización electoral –de suyo, rocambolesca- ha salido airosa, no así los litigios y los criterios jurídicos que les acompañan, y que son la otra fuente de inestabilidad e incertidumbre a la mitad del proceso. Un ejemplo: al Tribunal Electoral le pareció que era demasiado cumplir la letra de la ley y perdonó a los candidatos que no presentaron su informe de gastos en precampaña, abriendo un boquete crítico que va a ser muy difícil de cerrar.
O asómbrense de esto: el indescifrable “principio de necesidad”, un dislate concebido por la Sala Superior del Tribunal para disminuir la difusión y la explicación en televisión y radio de la elección a la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México. Por no hablar, por ejemplo, del gran escándalo fraguado alrededor de los millones de spots adquiridos por el Partido Verde el año pasado, antes del proceso electoral, cuidadosamente minimizados merced a la invención de toda clase de interpretaciones jurídicas: los verdes no compraron spots de televisión, sino que escenificaron una “sobreexposición”; no hubo violación directa a la Constitución por comprar spots, sino que “se produjo inequidad”; no incurrieron en el intercambio mercantil con empresas de telecomunicación sino que “violaron el modelo de comunicación política”. Eufemismos, enredos de lenguaje, criterios estrambóticos que agregan más dificultad a la de por si enredada legislación electoral.
Por eso, mi conclusión es ésta: dejemos que las autoridades electorales estabilicen el modelo, que las siguientes elecciones transcurran dentro del mismo marco, pero que se haga, eso si, una esfuerzo mayúsculo, serio, sistemático y público en la definición de los criterios que enmarcan la contienda: qué se puede y que no se puede –con toda anticipación- en la competencia electoral de México.
Más que reforma legal, necesitamos instaurar ya una cierta línea de continuidad y sobre todo, la exigencia por una axiología cierta (que se puede y que no se puede, sin chifladuras), coherente y constante, que no saque piedras y criterios de la manga conforme el tamaño del famoso sapo.
Quedémonos con una ley imperfecta pero a cambio, criterios serios, razonados, permanentes y construidos por los responsables de la administración y del juicio electoral. No es mucho pedir medio del pasaje incierto que anuncia el inmediato por venir.