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El debate público

Ozark, la maldad inexorable

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

31/07/2017

¿Qué es el dinero? Es eso que separa a los que lo tienen, de los que no lo tienen. Es lo que no tienes. Es lo que inviertes para el futuro de la familia. El dinero no es tranquilidad, ni felicidad. Es, en esencia, el resultado de nuestras elecciones.

Con tal declaración de principios, que en realidad es advertencia del hilo conductor que asumirá toda la trama, el personaje central de Ozark se traslada de la cosmopolita Chicago al aburrido lago en Missouri que le da nombre a esa recientísima serie de Netflix. Ozark es una inmersión en diez capítulos en la crisis del sueño americano pero, sobre todo, en algunas de las pulsiones cardinales de la detestable naturaleza humana.

Protagonizado por Jason Bateman, que además produce y dirige algunos capítulos de la serie, Marty Byrde es un contador que aparentemente se dedica a asesorar inversionistas menores. Su modesto despacho es la fachada de una red de lavado de dinero al servicio del capo de un cártel mexicano de la droga.

Byrde se enganchó con ese narcotraficante seducido por el dinero. De inmediato se dio cuenta de su enorme error porque no se hizo empleado, sino siervo del mafioso. La ambición por el dinero será la causa de una desgracia tras otra. El socio de su despacho, que es además su mejor amigo, ha estado robando parte de las ganancias del cártel. Cuando el capo se entera mata al socio embaucador de manera bastante aterradora. Para no correr la misma suerte Byrde inventa que en el lago Ozark hay la posibilidad de poner a circular mucho dinero y así lavarlo. El capo, llamado Del Río, lo manda con un cargamento de billetes y con la instrucción de recuperar los ocho millones de dólares que le robó el colega de Byrde.

Los delincuentes también tienen códigos, o eso pretenden. Del Río se benefició del trabajo de sus contadores hasta que encontró que uno de ellos lo despojaba de una pequeña parte de sus rendimientos. Como toda falta es juzgada en el contexto en el que ocurre, allí es inadmisible sostener que el ladrón que roba al ladrón puede ser dispensado. El delincuente que lucra con la droga exige docilidad a sus empleados y los castiga sin piedad alguna. La culpa del socio persigue a Byrde que tiene que marcharse a toda prisa e instalarse a la orilla del lago a comprar y construir negocios que le permitan lavar el dinero de su intimidante patrón.

Cada paso del desdichado contador lo llevará de una a otra desventura. Byrde no es simpático, mucho menos carismático. Tiene capacidad de persuasión y una agilidad mental que le permite convencer a la gente para que invierta en sus proyectos. Trabaja para delincuentes pero no se puede decir que está corroído por la maldad. Defiende antes que nada a su familia pero sería exagerado decir que es bondadoso. Se ha metido, por voluntad propia, en un callejón sin salidas. No es violento sino víctima de los violentos. No es un criminal pero es cómplice de criminales.

Byrde es la angustia personificada pero debe mantener la frialdad suficiente para que no lo avasalle el juego de engaños con el que se enreda cada vez más. Acaba de enterarse que su esposa tiene un amorío. La mujer, Wendy, es interpretada por Laura Linney y es capaz de mostrar, en las situaciones más drásticas, un talante de serenidad y tristeza que encierra siempre algo de esperanza.

Hasta aquí los rasgos que he tenido que develar de la trama de Ozark. No se trata más de lo que narra la mitad del primer capítulo. Después de eso hay una sorpresa tras otra, siempre a partir de dos constantes.

Los personajes de Ozark son y parecen gente común, aunque los veamos en situaciones límite. Son tan ordinarios que nadie, o casi nadie, huye ante la tentación del dinero. Lo anormal, en ese entorno, sería no dejarse llevar por la ambición.

La otra pauta que articula toda la serie es la necesidad de tomar decisiones atroces en circunstancias inexorables. Mientras recorre el pueblo en busca de negocios locales para invertir el dinero del narco, Byrde va encontrando un elenco de personajes dispuestos a la codicia, pero también a preservar el opaco tedio en el que viven. Compra un cabaret de strippers tan pero tan sórdido que una de las bailarinas es una mujer embarazada. Se asocia en un bar propiedad de una mujer solitaria que parecerá constituirse en su contrapunto moral.

Wendy encuentra empleo con un grisáceo agente de bienes raíces que sueña con dedicarse a dar discursos motivacionales. La casa en la que se instalan ella y su familia se las renta un viejo desahuciado que les pone como condición que lo dejen vivir en el sótano los últimos meses que le quedan. A Byrde le ayuda, o eso parece, una brillante muchacha embaucadora,
Ruth (Julia Garner), que tiene una de las presencias más intensas en la serie.

La jactancia del lavador de dinero tropieza con rutinas y complicidades del pueblo. En ese medio semirural, la cultura social no es la que él conocía en la sofisticada ciudad. La somnolencia del pueblo contrasta con el griterío de los vacacionistas que llegan a navegar por el lago. A diferencia del estrépito veraniego, los espacios que vemos del pueblo son sombríos y encerrados.

En el pueblo ensimismado hay biografías, rencores y pactos que hacen corto circuito con el aparente desenfado de la familia Byrde. Un detective del FBI de heterodoxos gustos sexuales que va siguiendo la pista del dinero blanqueado, un sacerdote reacio a ser cándido ante el negocio ilícito, unos granjeros zafios y ruines, van mostrando sus respectivas debilidades. Inicialmente esos personajes parecen estereotipos; pronto se verá que ninguna personalidad es maniquea y cada cual tiene una complejidad que deriva en desviaciones inesperadas.

Todo lo que ocurre, y ocurre mucho, depende de la fascinación por el dinero. Quizá los únicos a salvo de esa compulsión son los hijos de Wendy y Byrde: una adolescente inconforme con perder en el pueblo la libertad y la vida mundana que tenía en la ciudad y un niño de unos doce años, Jonah, que hallará la oportunidad para desplegar las propensiones sombrías que parece tener. También ellos verán desafiados sus códigos de conducta.

Cada quien en Ozark, siempre ante circunstancias indeseadas, debe hacer elecciones que implican infringir costumbres, lealtades o principios. Serán dilemas en los que, ante el mal mayor, se escogen transgresiones que parecen males menores. En un contexto inmoral las implicaciones de cualquier decisión, por infame que sea, lucen suavizadas porque siempre hay individuos y acciones de peor vileza. Se trata de coartadas aparentemente inevitables: todos los que me rodean son infames, si no me comporto como ellos seré víctima de represalias, luego entonces la transgresión que cometo no es tan ruin porque gracias a ella me libro de un mal que sería peor. Cada capítulo de Ozark podría tener como epígrafe aquella famosa expresión de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal.

Podría cuestionarse a Ozark porque muestra un panorama en donde delincuencia, narcotráfico, violencia y maldad son parte de la normalidad. Por desgracia así acontece fuera de la ficción, con todo y algunas exageraciones y caricaturizaciones en la descripción que se hace del submundo criminal.

Las decisiones del contador y quienes lo rodean ocurren siempre en un contexto de moralidad quebrantada. Cuando Byrde le dice a Wendy que no les queda más opción que obedecer al mafioso que los manda a lavar sus ganancias, explica: “La gente que pesa el dinero porque es demasiado para contarlo no se rige por un código ético”. Lo que sí hay, en casi todos, es una suerte de culpa ante, como ha anticipado el protagonista, el resultado de sus elecciones. Como escribió William Burroughs en una obra también devastadora del American Dream, “el rostro de la maldad siempre es el rostro de la necesidad total”.