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El debate público

Pitol: apenas un boceto

 

 

 

 

José Woldenberg

Reforma

19/04/2018

 

Sergio Pitol escribió cuentos, ensayos, novelas, apuntes autobiográficos marcados por una perspectiva singular: culta, citadina, cosmopolita, irónica y marginal. Por amor a la literatura fue traductor de Conrad, Austen, Chéjov, Lowry, Gombrowicz y muchos otros y encontró en ellos las claves, los artificios y la cadencia de su propia escritura. Como muchos de sus contemporáneos estuvo marcado por el impacto modernizador de los años cuarenta y cincuenta: un México que dejaba de ser rural para concentrarse en las urbes, que vio la expansión de una clase media que asistía a la universidad y resentía el corsé nacionalista que la privaba de manifestaciones culturales que al mismo tiempo estaban a la mano y no circulaban o lo hacían en un pequeño y selecto ambiente.  Cosmopolita por necesidad y ambición y al mismo tiempo mordaz, era capaz de reírse de las pretensiones y los tics de los nuevos ricos forjados al calor de la post revolución y el mundo de valores e impostaciones que los rodeaban. Se trataba de una perspectiva marginal auto asumida, porque la modernizada sociedad de masas que emergía en México era lo contrario: iletrada, timorata, auto referente y protocolaria.

Hizo de su biografía, experiencias, conversaciones, lecturas, viajes, el combustible esencial de su escritura. Subrayó: “Soy hijo de todo lo visto y lo soñado, de lo que amo y aborrezco, pero aún más ampliamente de la lectura, desde la más prestigiosa a la casi deleznable” (Una biografía soterrada. Almadía. 2010). Lector voraz y cuidadoso, sus ensayos eruditos y sensibles sobre literatura (y más) pueden leerse en El tercer personaje (ERA, 2013) o en su laberíntico recorrido por libros y autores El mago de Viena (F.C.E. 2005). De éste último transcribo el siguiente elogio: “El libro realiza una multitud de tareas, algunas soberbias, otras deplorables; distribuye conocimientos y miserias, ilumina y engaña, libera y manipula, enaltece y rebaja, crea o cancela opciones de vida. Sin él, ninguna cultura sería posible. Desaparecería la historia y nuestro futuro se cubriría de nubarrones siniestros. Quienes odian los libros también odian la vida”.

Pitol sale del país en 1961. Tiene 28 años. Hasta 1972 goza de “una libertad jamás soñada” en Roma, Pekín, Bristol, Barcelona y Varsovia. “Sin horarios, ni jefes, ni oficinas”, traduce unos treinta libros. Y de 1972 a 1988 es agregado cultural en las embajadas en Moscú, París, Budapest, Varsovia. Fuera de México escribe cuatro de sus cinco libros de cuentos. Está empapado de mundo, de autores, de fórmulas diversas para abordar la literatura. “No tener una relación personal con los editores, lectores y críticos mexicanos fue para mí provechoso…No tenía noticias de las modas intelectuales, no pertenecía a ningún grupo, ni leía lo que mis contemporáneos leían” (Una autobiografía…). Eso, sin duda, amplió su horizonte, afinó su sensibilidad, le sirvió para desterrar el provincianismo.

Su literatura es libre, anti dogmática, abierta a influencias de todo tipo, pero, sobre todo, se encuentra impactada por escritores y más escritores. Pero si algo gocé fueron sus novelas fársicas: El desfile del amor (Anagrama, 1984), Domar a la divina garza (ERA, 1989) y La vida conyugal (ERA, 1991). Se trata de reconstrucciones de época, de historias al borde del delirio con tintes rocambolescos, plagadas de enredos, que develan con ironía (y en ocasiones con unos miligramos de ternura de la que rápidamente se aparta) lo mismo los laberintos en los que transcurre la vida de las élites que las aspiraciones y truculencias de las capas medias “emergentes”. Plagadas de excéntricos venenosos, en algunos casos irreverentes y obscuros, semejan un desfile colorido y circense, desbordado y trastornado. Se trata de una escritura festiva, paródica, ocurrente. Es un humor que se alimenta de la distancia crítica, de la observación lejana de las ansias y desasosiegos tristemente terrenales. Es la sátira como fórmula para no naufragar en el melodrama. Los personajes resultan grotescos porque sus ínfulas y quimeras no permiten asumirlos con seriedad. Las circunstancias son risibles porque su teatralidad esperpéntica hace saltar por los aires cualquier intento de acercamiento solemne.

Al leerlo la vida se vuelve más luminosa y, sin duda, desquiciada.