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El cambio político en México: 30 años (no) es nada *Antonella Attili Revista nexos No. 349 • Enero de 2007

La transición a la democracia en México resultó ser una difícil y larga búsqueda por la vía reformadora de la construcción de un marco normativo legal e institucional, capaz de hacer posible y de garantizar al fin la participación política de todos los partidos y ciudadanos, así como el recambio y el ejercicio democrático del poder. El cambio político avanzó por el camino de la conformación gradual y pausada de las condiciones necesarias para realizar una democracia efectiva, representativa y plural.

Precisamente estas características, interpretadas desde una mirada que las consideraba más como limitaciones que como logros valiosos, le valieron recurrentemente los adjetivos críticos de un proceso “desde arriba”, de transición no auténtica sino de fachada, una farsa; votada o fruto de elecciones, por ello meramente electoral o de cambio electorero, y entonces de poco alcance y escaso valor.

En una sociedad en la que dejaron su huella la larga historia del autoritarismo, en los periodos colonial, porfirista, nacional-revolucionario, así como los fraudes recurrentes, la democracia controlada, la posposición de las causas ciudadanas y de los problemas de la desigualdad, de la pobreza y la marginación, no puede sorprender que las interpretaciones acerca de una transición insatisfactoria tuvieran capacidad de difundirse, pese a los cambios que se iban sumando y profundizando.

El éxito de esta interpretación se explica por la existencia de un conjunto de elementos problemáticos, entre los cuales: a) los rezagos en las políticas públicas de ideas, arreglos institucionales y prácticas autoritarias y patrimonialistas-clientelares; b) el mal funcionamiento de instituciones públicas en la realización de los derechos civiles; c) el todavía débil arraigo de la cultura de la legalidad e institucionalidad democrática en la clase política y en la sociedad; d) y el vivo resentimiento ante la falta de expectativas sociales atractivas.

Por lo anterior, tampoco puede sorprender que llegara a ser arduo en los últimos lustros encontrar entre la mayoría de actores y analistas políticos (como también de ciudadanos, de estudiantes) una percepción compartida y generalizable, basada en un diagnóstico serio, acerca de los aspectos básicos mensurables del proceso de transformación política en México y de lo que caracterizaba a la vida democrática del país.

A ello contribuyen, ciertamente, el horizonte inmediato de la política electoral, en cuyo marco se busca cosechar lo más posible para la elección de turno, y la influencia de los medios de comunicación de masas en hacer espectáculo de la política. Ambos elementos tienden a favorecer la trivialización y degradación de la política, de sus actores e instituciones; promueven el desconocimiento, la confusión y desvalorización de los cambios logrados, alejando aún más la perspectiva o visión de Estado, necesariamente de largo plazo y por encima del cálculo inmediatista.

Esfuerzos denodados han sido realizados en las últimas décadas por varios analistas y académicos, así como por algunos actores de esta misma transformación histórica, con la finalidad de registrar las transformaciones e inyectar en la percepción y debates públicos algo de claridad, datos certeros y argumentos validables. Más allá de la retórica política y del bono que representa para posturas transitocráticas, un factor importante que puede ayudar a comprender esta particular dificultad de encontrar un diagnóstico compartido sobre lo básico, es el hecho de tener frente a nosotros facetas que son parte de varios procesos, algunos todavía inconclusos de transformación política.

Es decir, se trata de elementos de una realidad política que muestran un considerable desarrollo parcial y se encuentran aún por definirse y culminar, en estadios intermedios de su evolución o, a veces, en callejones sin salida. En este sentido, la situación política de México nos hablaría de procesos en buena medida en desarrollo, de transformaciones o transiciones político-institucional y democrática que en sus aspectos fundamentales y básicos se encuentra aún en formación. Tenemos frente a nosotros procesos de cambio político desiguales en sus alcances; en particular, una construcción democrática inacabada, que en el horizonte de la consolidación de una democracia eficaz y productiva presenta debilidades, deficiencias, inmadurez.

Por lo que, a la niebla de la retórica política y a la connatural complejidad del estudio de la realidad social y política, se suma la específica dificultad planteada por transformaciones que aún no han terminado o producido los resultados definidos o maduros. De manera que la descripción y explicación analítica del estado actual de régimen político, al sistema político o al Estado, debe vérselas también con una situación de formas inconclusas o interrumpidas, suspendidas o no logradas. Por lo anterior, parece oportuno acercarse al análisis de las transformaciones políticas mexicanas en las últimas tres décadas adoptando un enfoque adecuado al estudio de los cambios sociales: esto es, observando, resaltando, los claroscuros de los cambios, las ambivalencias y ambigüedades que acompañan sus avances y rezagos.

Desde este enfoque puede resultar interesante reflexionar sobre tales mutaciones tomando como eje problemático la institucionalización de las transformaciones experimentadas y en particular el tema de la construcción del Estado de derecho en México. La vinculación entre democracia y Estado de derecho prueba ser central y decisiva no a pesar de las limitaciones observables de la actual situación política mexicana sino precisamente con motivo de la persistencia de éstas. En los últimos 30 años el país se ha abierto progresivamente a la democracia plural, mediante seis reformas jurídicas e institucionales (legales y legítimas), que crearon normatividad democrática a la que se sometieron (al menos parcialmente) por igual poderes públicos, partidos, actores políticos y ciudadanos, sentando los cauces para el desarrollo de un sistema de partidos propiamente dicho, de alcance nacional y competitivo.

Tales reformas renovaron aspectos centrales de la práctica política afianzando el marco del Estado constitucional de derecho necesario para la construcción de una democracia legítima. El reto central de la transición mexicana a la democracia fue abatir las causas y condiciones de esta desconfianza hacia las elecciones. De ahí la particularidad del cambio político asumida prevalecientemente por dicha transición: una búsqueda de creación del nuevo andamiaje legal electoral y constitucional, así como de instituciones autónomas, a través de los cuales dar realidad, en sus distintos aspectos, al funcionamiento de la fórmula democrática pluralista en la que las muy diversas fuerzas políticas pudieran llegar a coincidir, como conjunto de reglas eficaces para dirimir el conflicto social en la lucha por el poder, así como para regular y controlar su ejercicio.

El objetivo fue crear la estructura autónoma de los procesos electorales, en tanto conjunto de mecanismos (reglas y procedimientos) determinante para el funcionamiento efectivo y para la legitimidad de toda democracia. Esta búsqueda de construcción de la confianza pública a través del establecimiento y aplicación de la normatividad jurídica y constitucional, de la transparencia electoral, de las nuevas instituciones democráticas y de la autonomía de poderes y organismos, trajo consigo consecuencias profundas tanto en el ámbito del sistema político, como también del régimen político y del Estado.

La transición a la democracia condujo gradualmente a una significativa transformación del Estado, dejando atrás el Estado presidencialista autoritario, coincidente con el partido único, que no afirmaba la auténtica separación de los poderes, controlaba el Congreso de la Unión, las gubernaturas, los gobiernos locales; que no permitía los mínimos derechos democráticos (de libre expresión, agrupación y representación, de manifestación, de prensa independiente, de certeza del voto libre, etcétera). El actual es un Estado constitucional de derecho, inacabado y por consolidar, que es producto (a la vez que instrumento) de la transición.

En efecto, el país presenta las condiciones para el funcionamiento de aquellas instituciones básicas propias de la democracia representativa y competitiva; ha hecho realidad el juego de la democracia formal, el pluralismo partidista y la alternancia en todos los niveles de gobierno, así como los contrapesos oportunos al poder. Constituyen las condiciones de institucionales y normativas para la posibilidad de una convivencia pacífica y civilizada de la sociedad mexicana, que hicieron posible el desarrollo de un sistema de partidos nacionales y la alternancia en el gobierno con estabilidad, la resolución normada y no violenta de la lucha por el poder y de los conflictos políticos y sociales.

También permitieron avanzar en la afirmación de los derechos políticos, muy desigualmente de los civiles y de algunas políticas sociales. La estructura normativa e institucional del Estado de derecho actual dio cauce a la promoción misma de distintos proyectos políticos y programas de gobierno. Los anteriores son todos elementos de una democratización efectiva (no de una mera liberalización) que han abierto el paso a la conformación política de la colectividad en sentido democrático moderno, construyendo paulatinamente nuevas instituciones y normatividad, la necesaria confianza y credibilidad básicas en las reglas de la democracia.

En un país con un Estado de derecho en formación, que sólo recientemente comienza a hacer efectivos sus principios liberales y democráticos, y todavía debilitado y pervertido fuertemente por tradiciones patrimonialistas y clientelares, mucho queda por crear, reformar, profundizar, proyectar. Si bien México fue de los primeros países en integrar en su Constitución de 1917 los contenidos democráticos y aquellos programáticos de una justicia social, en realidad la organización corporativa y clientelar de tipo autoritaria, asumida por el régimen nacionalista posrevolucionario, afirmaba sólo formalmente y en la retórica nacionalista los contenidos liberales, democráticos y sociales que lo definían. Realizaba los derechos políticos y sociales de manera distorsionada ya que implicaba el sacrificio de la autonomía política de sus bases sociales.

De esa manera promovió, y a la vez justificó, el incumplimiento de un efectivo Estado de derecho. Fue en realidad un Estado, fuerte por su ejercicio autoritario del poder presidencial metaconstitucional en las manos de un solo partido de gobierno, pero no por una fortaleza basada en el desarrollo de la autonomía y eficacia en el cumplimiento de su función pública institucional, mediante una clara y probada separación entre Estado (poder soberano permanente) y gobierno(s), o entre las esfera de lo público nacional y de los intereses de (un) partido (en el poder), o por la capacidad de hacer obedecer la ley. La postergación del desarrollo de un efectivo Estado de derecho democrático y social (como el que a nivel jurídico formal estaba previsto) fue sin lugar a dudas el legado negativo para la historia del México de las décadas sucesivas.

La construcción sucesiva y profundización o consolidación del Estado de derecho es, por ello, todavía una asignatura pendiente. Es ineficaz incluso en sus funciones fundamentales de garante exclusivo de la seguridad en distintas vertientes, así como en la procuración e impartición de justicia; ineficiente en la administración pública, y asimismo en la afirmación de una política hacendaria nacional adecuada para el desempeño de sus políticas sociales, con instituciones públicas de diverso tipo marcadas por la ineficiencia burocrática y la corrupción.

Tenemos un Estado de derecho todavía en ciernes y necesitado de las urgentes reformas políticas estructurales, para que junto con los derechos políticos democráticos vigentes sea capaz de hacer efectivos también aquellos derechos civiles (seguridad, justicia) y sociales (salud, educación) afectados por el débil desempeño de la función estatal y cuya no realización socava las bases mínimas para el funcionamiento de la democracia, que además resulte una democracia estable y de calidad. Junto al señalamiento de los logros y de sus alcances en los ámbitos del Estado, del régimen y del sistema políticos, hace falta llamar la atención sobre el problema de los cambios faltantes y la forma que la acción política debería asumir para la profundización de la democracia; para construir y consolidar el Estado de derecho democrático, en tanto institucionalidad capaz de desempeñar su función en asegurar que las condiciones democráticas existentes (a saber, de las reglas del juego) funcionen y con ello aseguren las precondiciones de la política democrática, relacionada con el respeto de los derechos fundamentales (que otorgan sentido, valor y sustancia a los procedimientos democráticos).

Estas importantes asignaturas pendientes indican lo que la democracia mexicana requiere para superar los límites actuales, seguir con los procesos todavía en curso así como con las transformaciones interrumpidas, y para poder convertirse en eficaz, con estabilidad y gobernabilidad política, cabalmente moderna y madura y, con ello, también de calidad satisfactoria. Lo anterior apunta a la necesidad de reflexionar sobre el factor determinante del cambio: a saber, el de la acción política que decidan emprender (o no) quienes asumen la representación de los intereses sociales de los ciudadanos y los cargos de gobierno. Asimismo, evidencia claramente los costos graves de mantener inconcluso el proceso de reforma política y social, sin aprender de los saldos negativos de una política irresponsable por parte de los actores políticos decisivos, incluso en sus compromisos con los principios fundamentales de la democracia.

La necesidad y oportunidad del Estado democrático de derecho atañe a diversos ámbitos de la transformación social en curso desde las últimas décadas, ciertamente al político pero igualmente a la esfera de lo social y lo económico. La necesidad de asumir la perspectiva del fortalecimiento del Estado por parte de los políticos se perfila como la cuestión central, que no habría que perder de vista, en cuanto objetivo o fin por alcanzar. También es un criterio oportuno a adoptar para ponderar críticamente los sucesos y fenómenos políticos actuales. Pero la misma experiencia previa enseña que tales cambios y reformas varias para la construcción y consolidación del Estado de derecho en México implican, sin embargo, una condición necesaria: la disponibilidad a comprometerse inequívocamente con los principios y procedimientos democráticos.

Se requiere de una política que actúe en el acatamiento del marco jurídico-político normativo de la democracia vigente, creado por acuerdos y legalmente, de ahí recibe su legitimidad y legalidad, independientemente de los contenidos de campaña, los programas políticos de cada fuerza, las propuestas partidistas concretas para la solución de diversos problemas. No asumir seriamente dicho compromiso fundamental por parte de todas las fuerzas políticas mina la posibilidad de continuar la institucionalización de los cambios y con la construcción pendiente del Estado democrático; cierra las vías concretas para la política a la vez progresista y productiva, que ha probado (poder) ser creadora de los cambios democratizadores y ser capaz de promover su institucionalización. Es lo que se necesita para acometer en modo realista la compleja tarea del fortalecimiento del Estado de derecho democrático y social en el país, transformando lo necesario, resguardando lo oportuno, creando lo deseable. n