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El debate público

“Por orgullo, simplemente”

 

 

 

Ricardo Becerra

La Crónica

16/07/2018

 

En lo fundamental, los resultados electorales están dados, re-contados y resueltos. El asunto apenas y se presta a la polémica: en México ocurrió un viraje de enormes dimensiones en el ánimo público (casi siempre cauteloso y cuando no, conservador). A pesar de ello, Morena —el partido recalcitrante de la oposición más obstinada— conectó como nadie con el hartazgo y una urgencia de cambio masivo y superior incluso al que los mexicanos exhibieron en el año 2000.
Existen muy buenas razones para que así haya ocurrido (el descenso —no recuperación— en el ingreso de millones, los shocks de corrupción que causan vértigo, la inseguridad y violencia que crecieron, una opinión pública iracunda, etcétera) pero el triunfo de López Obrador es inobjetable. Santo y bueno.
Irónicamente, con su triunfo se lleva —o debería llevarse— uno de los factores de atraso político y cultural de México: el uso y abuso del discurso del fraude electoral (cuando se pierde, claro).
En el momento que escribo, tengo frente a mí, varios libros, folletos e incluso impugnaciones judiciales admitidas de años anteriores que alegan el fraude electoral como explicación de los resultados en otras elecciones —y explícitamente— como condición del comportamiento de millones de mexicanos.
En ellos, están estampados los destacadísimos nombres de Paco I. Taibo, Elena Poniatowska, Héctor Díaz Polanco, Fabrizio Mejía, Héctor Vasconcelos, J. Alfonso Suárez del Real, Jaime Cárdenas, Pablo Gómez y muchos más que argumentaron vehementemente lo burdo y vulnerable del sistema electoral federal. Desde los comicios en los que compitió Vasconcelos (1929) o Almazán (1940), aquí, las cosas permanecían iguales: el fraude lo explica todo.
Pues bien, todos estos teóricos del fraude ¿no nos deben una sencilla y modesta explicación: qué pasó?
El arrollador triunfo de López Obrador, legítimo, legal y contundente, sucedió casi exactamente sobre las mismas bases materiales y organizativas que las del año 2000, 2006 y 2012. Si quitamos los 96 spots diarios en cada frecuencia de radio y televisión abierta durante la campaña (inaugurada en 2008), todo lo demás ­transcurrió en idénticas condiciones.
Señoras y señores, ¿qué explica qué la misma organización electoral, los mismos procedimientos, los mismos instrumentos, las mismas personas materialmente responsables, hayan presentado —sin remilgos— el triunfo de Morena? Pues que el lenguaje del fraude, desde hace rato, era una invención, una mentira, un mito de raja política.
Es de las mejores cosas que vienen en paquete con el triunfo del tabasqueño: toda la enciclopedia del “fraude” se precipita hacia un abismo de descrédito, donde siempre debió haber estado.
Esta semana tuve el tiempo (y la paciencia) para caminar librerías y encontrar los proféticos volúmenes que ya anunciaban la horrible añagaza electoral (el de Bernardo Barranco —“El infierno electoral”— se lleva las palmas). Y sí: todo ese discurso resultó ser una patraña pues el andamiaje legal, electoral —muy costoso, sí-—no obstante, funciona.
El padrón electoral es muy exacto: casi todos los mexicanos con edad, cabeza y cerebro tiene su credencial individual. Quienes cuentan los votos —hasta la exasperación— son vecinos de a pie —tuyos y míos— sorteados, aleatoriamente, dispuestos a perderse un domingo (con todo y mundial) para cuidar nuestro sufragio. Los modestos utensilios (boletas, crayones, tinta indeleble) funcionan. Cada candidato y partido se presentó en los medios masivos con la regla acordada: tanta votación previa, tantos spots y tanto dinero público y la cantidad no fue decisiva, pues los que votan no son androides programados sino humanos que razonan como pueden. Había, como desde hace décadas, un ejército de vigilantes (representantes de partido y observadores) que cuidaban el curso de la votación, casilla por casilla. El INE había comprometido publicar resultados antes de la medianoche de la elección gracias a un impresionante operativo de conteo. Y claro: los mexicanos, desde el señor Azcárraga, Slim, los Corcuera y hasta el más modesto de los Pérez y Hernández, pudieron votar en secreto, allí, dentro de la soledad y la dignidad de su mampara.
Toda esta parafernalia ya funcionaba en México desde 1997 (hace veinte años). Ahora, la misma base material, la misma organización, las mismas reglas democráticas, encauzaron el ánimo social para darle un triunfo impresionante al señor López Obrador.
Por pura lógica, por cultura democrática, por decencia, por honestidad política e intelectual, merecemos echar al lenguaje del fraude a la basura de la historia. El filósofo de Juárez retumba en mi computadora: “por orgullo, simplemente”.