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El debate público

Reforzar lo público

José Woldenberg

Reforma

14/04/2016

La crisis de contaminación de la Ciudad de México en principio devela dos verdades que (me) parecen incontrovertibles: a) un bien se puede convertir en un mal y b) la suma de las lógicas individuales puede generar desastres. Hay que explicarlo. A) el automóvil fue, sin duda, un gran invento: aligeró el transporte, ofreció autonomía, se expandió en forma acelerada y se convirtió en aspiración creciente. Pero su proliferación en muy distintos espacios urbanos generó problemas sin fin: lentitud en los desplazamientos, atascos, contaminación, neurosis y súmele usted. B) El deseo de transportarse en automóvil particular hecho realidad por millones de personas acaba por perjudicar a todos (incluyendo a los usufructuarios de los autos), por lo cual no parece ser que la simple suma de las razones individuales nos vaya a permitir salir del problema.

No deja de ser curioso -por decir lo menos- que ante la crisis y las medidas tomadas por la Comisión Ambiental de la Megalópolis, como la reactivación del «hoy no circula» (casi) universal, la lógica de muchos sea totalmente defensiva y personalista. Existe una incapacidad de ver por el conjunto y una arraigada conciencia individualista que son y serán obstáculos importantes para modificar las cosas. «¿Yo por qué?» y «¿por qué no los otros?» son los dos resortes bien aceitados que saltan de inmediato como fórmulas de una sabiduría convencional incapaz de ver el bosque porque cada árbol lo es todo. Los argumentos son móviles, cambiantes, algunos ingeniosos y otros rutinarios, pero las dos preguntas esbozadas parecen estar en la estructura central del razonamiento. Es una derivación de la vieja conseja de «hágase la (mi) voluntad en los bueyes de mi compadre».

No obstante, un sentido común también bastante instalado parece coincidir en una apuesta: hay que reforzar, mejorar y multiplicar el transporte público. Y en efecto, por ahí parece estar la salida: un transporte público eficaz, con horarios que se cumplen, limpio, con operadores capacitados, en una palabra, un transporte digno y eficiente haría que miles y miles de personas que hoy sufren en sus automóviles acudieran a él como una alternativa racional. Y es posible que ese vuelco de lo privado a lo público obligara a los responsables a esmerarse más en el servicio. No parece existir de otra. Y quizá ha llegado la hora de hacer de la necesidad, virtud.

Pero reforzar el transporte público, lograr que cada vez sea utilizado por más y más personas, también nos podría ayudar a integrar lo que hoy es una sociedad escindida y polarizada. Sin ser el origen del problema, el transporte reproduce y sella las desigualdades que porta nuestra sociedad. Quienes son los «privilegiados» (entre comillas porque son millones) acuden a los automóviles (que además son un símbolo de status), mientras los más pobres están obligados a trasladarse en camiones, vagones del metro, «peseras», que para decirlo de manera light, no siempre están en las mejores condiciones. Ambos mundos, en muchos casos, jamás se tocan. Hay ciudadanos que no conocen siquiera el transporte público y otros que ensueñan, pero jamás tendrán, un automóvil privado.

Y el tema del transporte nos debería remitir a otras dimensiones que de igual forma construyen Méxicos segregados y desiguales. Piénsese en la educación y la salud, dos de los derechos y servicios estratégicos si queremos construir un país medianamente integrado. Pues bien, hoy en México tenemos circuitos escolares desde la pre primaria hasta el posgrado que jamás se tocan. Si en el pasado la escuela, en alguna medida, fue un crisol en el cual se reunían personas de diferentes extracciones sociales, hoy es posible que ricos y pobres no se encuentren jamás en uno de los espacios que deberían ser prioritarios para una cierta integración social. Y lo mismo sucede con la salud.

Una sociedad tan marcadamente desigual y polarizada como la nuestra, que además no genera mecanismos para construir una mínima cohesión social, seguirá siendo un espacio cargado de tensiones y rencores que son «connaturales» a la imposibilidad de sentirse parte de un proyecto común. Por ello (creo) estamos obligados a pensar en los dispositivos capaces de construir una base universal, una plataforma de auténtica convivencia, un armazón que incluya y ofrezca sentido de pertenencia, y en esa perspectiva, educación, salud y transporte públicos pueden quizá empezar a cambiar el rostro y la lógica de nuestras relaciones sociales.