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El debate público

Ricardo Anaya

 

 

 

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

04/06/2018

 

Ricardo Anaya es el político mexicano más perseguido en las décadas recientes. El Estado desplegó en su contra una campaña de calumnias con insinuaciones dolosas, utilización ilegal de instituciones judiciales, fabricación de presuntas evidencias y el empleo faccioso de medios de comunicación. Todo ello sucedió (no podría haber ocurrido de otra manera) por instrucciones directas del presidente Enrique Peña Nieto.

La persecución del Estado en contra de Ricardo Anaya no benefició al candidato presidencial del PRI sino a Andrés Manuel López Obrador. Han sido unos genios, pudo decirse como rezaba una de las inverosímiles cantinelas de José Antonio Meade. Nadie sabe para quién difama, o tal vez sí.

Los motivos de Peña para denostar al candidato presidencial del Frente están teñidos de irracionalidad y temor, como tantas otras de sus decisiones en estos cinco años y medio. Al parecer, el presidente creyó que golpeando a Anaya conseguiría que Meade se colocara en el segundo sitio de las preferencias electorales. Pero quizá, también, influyó el compromiso del candidato presidencial del PAN y PRD para perseguir los actos de corrupción del sexenio que está concluyendo.

En todo caso, antes que nada por decisión de la mayoría de los electores y además con la ayuda del gobierno de Peña Nieto, las preferencias de voto favorecen al candidato presidencial de Morena. En lo que suceda dentro de cuatro domingos habrá influido la campaña de Estado más ominosa que se haya desplegado contra un dirigente político, quizá en más de cincuenta años.

 El desafuero de López Obrador, en 2005, también fue una acción del Estado contra un dirigente que le resultaba incómodo. Se trató de un despropósito político pero en aquella acción había un asidero jurídico debido a la infracción del entonces jefe de Gobierno del DF que desatendió intencionalmente una decisión judicial.

En el caso de Anaya, en cambio, hasta donde se puede establecer con la información disponible no ocurrió falta administrativa ni legal alguna, por parte del hoy candidato, en la adquisición, remodelación y venta de un predio en Querétaro. No obstante, a partir de un caso sin evidencias, el gobierno y el PRI denunciaron supuestos delitos que no comprobaron. A fines de febrero la PGR difundió una versión adulterada de la visita de Anaya a una de sus oficinas: el candidato se presentó a solicitar formalmente que se aclarase si se le acusaba de algún delito. La Procuraduría dijo que Anaya se había negado a declarar y le adjudicó palabras que él no había dicho, como se pudo comprobar en el video de ese episodio.

Para desacreditarlo el gobierno inventó una historia truculenta que, luego, el candidato presidencial y los dirigentes del PRI repitieron sin tener pruebas de que Anaya fuese culpable. La imagen del candidato del Frente quedó afectada por esas difamaciones.

Ricardo Anaya les disgusta a muchos por motivos tan variados como, por lo general, superficiales. Entre otras, se dicen de él las siguientes cosas.

Que deshizo al PAN, que sacó de la competencia en ese partido a Margarita Zavala. Lo que Anaya hizo fue construir una mayoría dentro de esa organización política y, luego, participó en la creación del Frente con otros partidos. Zavala no quiso competir por la candidatura de la nueva coalición y renunció al PAN para buscar una candidatura independiente.

Que quiere aliarse con Peña Nieto. Es paradójico que se diga eso de Anaya cuando, como hemos recordado, ha sido acosado y difamado por el gobierno actual. A fines de abril, frente a los consejeros de Citibanamex, Leonardo Curzio le preguntó al candidato del Frente si se reuniría con el presidente Peña para ponerse de acuerdo en un proyecto de reformas. Anaya respondió “Hay que ser muy prudentes porque quiero ganar esta elección, hay que hacer que las cosas sucedan de manera inteligente, lo que te puedo decir es que la ruta es la de sumar esfuerzos”. Aquella declaración de ninguna manera indicaba que habría un acuerdo del Frente con el gobierno pero eso fue lo que quisieron entender numerosos periodistas.

Que no tiene experiencia en la gestión política. Haber transitado por numerosos cargos públicos no siempre es garantía de capacidad para tomar decisiones políticas. Anaya, en todo caso, ha sido funcionario público y legislador, además de dirigente nacional de su partido.

Que es muy joven. Anaya tiene 39 años. Emilio Portes Gil llegó a la presidencia a los 37, Lázaro Cárdenas a los 39, Álvaro Obregón y Carlos Salinas a los 40. Anaya no es un jovencito. Por otra parte, esgrimir su edad como inconveniente para ocupar la presidencia es discriminatorio con los jóvenes pero además es una insensatez en un país en donde el 68% de la población tiene menos de 40 años.

Que no parece presidente. Esa es una apreciación subjetiva y difícilmente sostenible en términos políticos. Hoy en día muchos gobernantes tienen semblante juvenil (Emmanuel Macron tiene 40 años, Justin Trudeau 46) que no se riñe con sus responsabilidades.

Que se preocupa mucho por los gadgets y la tecnología. Esa tendría que ser una virtud en un país en donde el aprovechamiento de las tecnologías digitales sigue siendo insuficiente y desigual. Parece nerd, dicen algunos de Anaya, como si el interés y la habilidad por el conocimiento científico y tecnológico fuesen un defecto.

Que es frío, que no conecta con la gente, que no se conmueve. Quizá no tiene dotes de predicador ni se apoya en recursos clientelares del populismo; esa debería que ser una ventaja en un país abrumado por la manipulación política.

Varios de esos cuestionamientos provienen de una concepción conservadora del presidencialismo. Muchos mexicanos, y no pocos opinadores, siguen considerando que el titular del Ejecutivo Federal tiene que ser y parecer duro, hierático y omnipotente (rasgos que, por cierto, tampoco tienen los otros candidatos presidenciales). A Anaya con frecuencia se le juzga con cartabones del presidencialismo del siglo pasado.

Tales parámetros también han prevalecido en el cuestionamiento que se hace al Frente que respalda la candidatura de Anaya. Esa alianza de tres partidos, que hasta ahora habían tenido caminos y proyectos diferentes, es una virtud del ejercicio político pero no pocos comentaristas la han considerado como un acuerdo antinatural. Anaya y los dirigentes del PAN, el PRD y Movimiento Ciudadano que construyeron el Frente tuvieron el mérito de hacer política. Sin embargo, entre otras causas debido a la propensión de los medios a comunicar fundamentalmente rupturas y enfrentamientos, se ha subestimado la importancia de ese acuerdo político.

El Frente mismo, y su candidato presidencial, han sido poco eficaces para comunicar la importancia del acuerdo y el proyecto de gobierno que postulan. Las propuestas del Frente no se conocen. La campaña de Anaya ha enfatizado la confrontación con López Obrador sin lograr que ese contraste vaya más allá del cuestionamiento a las inconsistencias del candidato de Morena.

No hay ideas-fuerza con las que se identifique la campaña del Frente. La propuesta del Ingreso Básico Universal, que sería una cantidad fija que se entregaría a todos los mayores de 18 años según se ha hecho en otros países, ha sido imprecisa y Anaya no ha explicado cómo funcionaría y cómo se financiaría. Para combatir la corrupción ese candidato, a diferencia de AMLO, propone una fiscalía autónoma y apoyarse en los organismos sociales que ya se interesan en esa causa pero no define medidas ni plazos, para ello, de su eventual gobierno. En la lucha contra la inseguridad, si es que la tiene, el candidato del Frente no ha ofrecido una estrategia distinta a la del gobierno actual. Y así en diferentes temas.

Una coalición política supone el encuentro de experiencias, habilidades e intereses variados a favor de una causa común. El acuerdo en lo general implica desacuerdos en asuntos peculiares. El Frente que encabeza Anaya no ha ofrecido, al menos con el énfasis que hace falta, el perfil de país que pudiera entusiasmar a un número suficiente de mexicanos a pesar de los temas en los que, debido a la pluralidad de esa coalición, no hay propuestas. A quienes compartimos la convicción de que los derechos de las personas deben estar en el centro de la agenda pública no nos gusta la ausencia de definiciones de Anaya en asuntos como los derechos reproductivos de las mujeres, el matrimonio igualitario y la eutanasia. Es cierto que ninguno de los candidatos presidenciales se compromete con esas reivindicaciones e incluso algunos, como El Bronco y AMLO, están dispuestos a combatirlas o a someterlas a consulta pública como si los derechos debieran depender del inestable humor de la sociedad.

Anaya no es un candidato perfecto. Pero el continuismo sin autocrítica de Meade sólo ofrece más de lo mismo. Y el autoritarismo, el conservadurismo, las promesas huecas y el providencialismo de López Obrador sólo nos conducirían a una aventura que México no se merece. Anaya es la opción menos desafortunada. Por desgracia, tanto por prejuicios y desinformación como por carencias propias, su campaña no ha podido convencer no sólo de que Ricardo Anaya es el candidato menos peor sino de que tiene argumentos, aptitudes y equipo para ser el mejor.