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El debate público

Sally y la antipolítica

José Woldenberg
Reforma
09/11/2017

 

En una época leí a Howard Fast (1914-2003) como si fuera manda. Un libro tras otro. Me entusiasmaban las historias, su manera de narrarlas, los personajes arquetípicos, pero sobre todo su acentuada dimensión ética. Sus héroes se comportaban a la altura de los retos que debían afrontar, tenían una pasta especial; su compromiso era político, en el sentido más amplio, pero sobre todo moral: hacían lo que el deber ser les inducía a hacer. Espartaco, Mis gloriosos hermanos, Camino de libertad, La pasión de Sacco y Vanzetti, El ciudadano Tom Paine, Josué el guerrero judío, Moisés príncipe de Egipto, El americano, son los relatos ejemplares de aquellos que luchan contra la esclavitud, la opresión, la desigualdad y que encarnan un ideal de justicia en muy diferentes épocas y circunstancias. Las historias son muy variadas pero su hilo conductor es uno: se puede y debe luchar contra la infamia. Mucho después de que escribiera El dios desnudo, que significó su rompimiento doloroso y definitivo con el comunismo de matriz soviética, trazaría en cinco tomos la saga entrañable de la familia Lavette o de buena parte del siglo XX norteamericano: Los inmigrantes, Segunda generación, El sistema, El legado y La hija del inmigrante. Luego continuó escribiendo sobre temas y situaciones tan variadas como las que quedaron plasmadas, por ejemplo, en La confesión de Joe Cullen, El extraño, El compromiso y muchos más. Fue un escritor prolífico, lleno de encanto y con lectores para dar y prestar.

Pues bien, obligado por la persecución macartista, Howard Fast escribió bajo seudónimo una serie de relatos detectivescos. Novelas convencionales, facilonas, para comer, que (creo) están muy lejos de sus «novelas ejemplares». Así, publicó con otro nombre (E. V. Cunningham) un thriller (Sally), bastante malito, pero que partía de la siguiente sugestiva premisa: a una joven mujer su médico le diagnostica una leucemia terminal. Tiene, según sus cálculos y experiencia, a lo más seis meses de vida y le pinta un cuadro de deterioro paulatino, continuo e irreversible. Ella piensa entonces en el suicidio, pero sabe que no tiene la decisión para llevarlo a cabo, así que acude con un mafioso al que le paga para que ordene que la maten a partir de un día específico. Después, en una consulta con otro médico, descubre que ni remotamente tiene la enfermedad mortal, que puede alcanzar una larga vida, pero ya es incapaz de detener el mecanismo que ella misma puso en marcha, porque al mafioso lo han asesinado y ella no sabe a quién encomendó la tarea de asesinarla.

Ella misma activó el mecanismo de su muerte. Se arrepiente pero ya no resulta sencillo detener lo que echó a andar. El asunto está fuera de control. El encargo adquirió vida propia y ahora tiene que intentar conjurarlo o si no morirá (ya dije que era malita, pero además truculenta y retorcida).

Entre políticos, medios de comunicación, academia y comentaristas hemos echado a andar un lenguaje -hoy convertido en sentido común- que descalifica en bloque a políticos, partidos, congresos y gobiernos. No a un político o a un partido, sino a los políticos y partidos como si fueran una y la misma cosa. No a un diputado o a un grupo parlamentario sino a todos los legisladores por el simple y contundente hecho de serlo. No al gobierno A o al B, sino a todos ellos por igual. (Para no hablar de políticas específicas, que reclamarían un trato diferenciado y puntual, y para lo cual no hay talante ni talento). El «pequeño problema» es que no hay democracia posible sin esos actores e instituciones. Y lo que hemos puesto en movimiento ya adquirió vida propia. El comentarista, lo mismo que el cómico al que se le acaba su rutina o el tuitero tira netas, que quieren ganar el aplauso fácil del respetable, explotan un recurso cómodo y probado: descalificar en bloque al mundo de la política. Un mundo habitado, según ese dictado, por puros pillos, ineptos y tontos. Y no es que no los haya y en demasía, sino que hemos propagado un discurso y una visión, que difícilmente podemos parar, y que construye una retórica antipolítica que está corroyendo buena parte de la legitimidad democrática. Como Sally hemos activado un mecanismo que por lo pronto se despliega de manera inercial e incremental y que es posible que ya no podamos frenar.