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El debate público

Señales ominosas

 

 

 

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

13/12/2018

 

Poco más de una semana lleva en el cargo el Presidente López Obrador y ya ha dado señales amenazantes que apuntan a un intento de concentración de poder como la que caracterizó a la época clásica del régimen del PRI y que costó décadas ir superando paso a paso. Más allá de decisiones estrambóticas, como la cancelación del aeropuerto de Texcoco, o de gestos demagógicos de cara a la galería, el inicio del gobierno del cambio verdadero ha abierto confrontaciones con dos importantes puntales en la tentaleante construcción de la democracia mexicana.

En uno de sus arrebatos matutinos, el presidente se lanzó contra el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, criticó su costó y cuestionó la eficacia de la transparencia en el combate a la corrupción, su gran cruzada. Mucho se le puede criticar a la actuación del órgano constitucional autónomo garante del derecho constitucional a la información, sobre todo por los reiterados intentos de captura por parte de los partidos políticos en los sucesivos nombramientos de comisionados, pero de ahí a poner en duda el gran avance que ha vivido este país gracias a la publicidad de toda la información generada por el Estado hay un gran trecho y resulta muy preocupante si se recuerda las reticencias mostradas por el actual presidente cuando era jefe de gobierno de Ciudad de México a los intentos de legislar en la materia que se hicieron desde la Asamblea Legislativa y su decisión de reservar toda la información relativa a la construcción de su gran y fallida obra de infraestructura, el segundo piso del periférico.

El ataque genérico al INAI se suma a la andanada contra la Suprema Corte de Justicia y al poder judicial en su conjunto a raíz de la controversia por la ley de salarios máximos. Una ley mal hecha, tal vez motivada por buenas intenciones, que la Corte ha suspendido en cumplimiento estricto de sus facultades mientras aborda el fondo de su constitucionalidad, como producto de una acción de inconstitucionalidad presentada en los términos del orden jurídico vigente, ha sido el pretexto para desatar una campaña de acoso y derribo contra el máximo órgano de uno de los tres pilares en los que se sustenta la República.

Mucho se debe discutir sobre las remuneraciones de los servidores públicos. Desde luego, en el extremo son reprobables los ingresos excesivos (aunque ha mentido el hombre que afirma no mentir cuando ha soltado la cifra de 600 mil pesos como salario de los ministros de la Corte) y es indispensable rediseñar toda la estructura de sueldos y prestaciones, para evitar privilegios desmedidos y prestaciones superfluas –cosa que no se hizo en el Congreso cuando sobre las rodillas se aprobó un proyecto desfasado para cumplir con el inmediato capricho presidencial–, pero esa discusión debería ir a la par de la necesaria sobre el rediseño del conjunto de la administración pública para convertirla en un cuerpo profesional de carrera, con criterios claros de ingreso promoción y permanencia, que acabe con el sistema de botín existente, el cual ha sido usado con especial entusiasmo por el nuevo gobierno para repartir los cargos entre los leales, sin muchos miramientos respecto a sus capacidades.

La discusión salarial actual se ha dado, en cambio, solo a partir de la decisión personal de ganar 108 mil pesos y de que nadie en la administración del Estado gane más que él. El desprecio por la administración profesional de los asuntos públicos y por el salario justo de los funcionarios es evidente, pero más allá de eso, le ha servido para desatar la furia contra la Corte y el poder judicial de la manera más demagógica y amenazante imaginable. La diatriba presidencial contra los salarios de los ministros se ha convertido en las redes sociales en una campaña por su defenestración y no han faltado los rumores de que por la vía del conflicto salarial se pretende, desde el nuevo gobierno, dar un golpe para sustituir a los actuales jueces constitucionales con base en una reforma equivalente a la promovida por el presidente Ernesto Zedillo en 1995.

La reforma constitucional de Zedillo se dio en condiciones completamente distintas. Hubo entonces un gran escándalo por la prevaricación continua de algunos ministros, que habían protegido a magistrados en hechos abominables. Pero lo más importante entonces fue la transformación de la Corte en el tribunal de constitucionalidad que ahora es, elemento sustancial en la construcción del pluralismo que entonces comenzaba. El papel que la Corte ha jugado desde entonces ha sido fundamental como contrapeso al ejecutivo, en las controversias entre poderes y entres ámbitos de gobierno del arreglo federal.

La Suprema Corte en su papel de tribunal constitucional le dio la razón a la legislatura de Ciudad de México cuando el gobierno de Felipe Calderón quiso frenar la legalización del aborto o el matrimonio igualitario. Fue la Corte la que garantizó nacionalmente, por la vía de la jurisprudencia, el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo, ha sido la Corte la que ha declarado inconstitucional la prohibición absoluta de la mariguana. Una Corte como la que nunca había existido en México: independiente y garantista. Desde luego, ha habido muchas sentencias y decisiones conservadoras o injustas, pero nadie puede negar que la Suprema Corte representa hoy un valladar frente a la antigua concentración y arbitrariedad del poder presidencial.

Los intentos por capturar la Corte se han repetido. Peña Nieto forzó el nombramiento de Eduardo Medina Mora como ministro, pero fracasó en su intento de promover al cargo a Raúl Cervantes, gracias a la presión social y a la pluralidad en el Senado. Ahora mismo López Obrador intenta poner a un incondicional en el cargo que ha dejado el ministro José Ramón Cossío. Se trata de jugadas sucias dentro de las reglas del juego. Pero de ahí a dar un golpe contra la Corte hay un trecho.
Otros gobiernos de talante autoritario surgidos de las urnas han tomado ese camino: Erdogan en Turquía ha purgado a la judicatura y el gobierno ultranacionalista polaco de Andrezj Duda intentó controlar al poder judicial enviando a jubilación anticipada a un buen número de los jueces de su tribunal supremo, aunque ha sido frenado por la Unión Europea. La sociedad mexicana deberá estar alerta para que el gobierno surgido con el mayor margen de votos de la todavía joven democracia mexicana no transite por el lado oscuro de la concentración de poder omnímodo.