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El debate público

Sobre el optimismo

José Woldenberg

Reforma

05/01/2017

No soy optimista. A lo mejor en alguna etapa lo fui. Me dicen que doy esa impresión. Y quizá estas notas sirvan para aclararme (si es que a alguien le interesa).

El optimismo es un talante, un tipo de ceguera. Una postura alentadora que quizá se nutre de la noción del progreso. Los optimistas creen que mañana estarán mejor que hoy, que el futuro será superior al pasado. Suelen ser, como diría Terry Eagleton, «moralistas ingenuos y animadores espirituales» (Esperanza sin optimismo. Taurus. 2015). Son una especie de porristas del porvenir. El tiempo corre para bien, las situaciones tienden a corregirse, las relaciones a perfeccionarse. El optimista irradia confianza pero de manera mecánica, irreflexiva. Es una «peculiaridad del temperamento», que no requiere de razones para serlo. (Ibid).

Pues bien, yo creo que soy lo contrario. Si las «cosas» están bien mañana pueden estar mal, y si hoy están mal pasado mañana pueden estar peor. Y eso en todos los planos. Hoy tiene un querido amigo y mañana se vuelve su enemigo, sus hijos están sanos y a la semana siguiente enferman, tiene una relación de pareja placentera y después se convierte en un infierno. Son ejemplos de la vida privada. Pero en la llamada vida pública los casos son infinitos: ahora llega agua a su casa, mañana puede escasear; tiene energía eléctrica suficiente pero nada garantiza que luego no lo acosen los llamados «apagones»; pasan a tiempo por la basura y quizá en el porvenir ese servicio se desordene. Existe mucho desempleo e informalidad, pero nada garantiza que no pueda incrementarse; las desigualdades sociales son abismales, sin embargo en el porvenir pueden resultar aún más profundas. Contamos con un buen número de periódicos que de alguna manera expresan la pluralidad de la sociedad, pero quizá con el tiempo sean menos y con una diversidad de puntos de vista menguada; la televisión parece apostar por satisfacer al gusto del mínimo común denominador, no obstante puede suceder que ese «mínimo común denominador» en el futuro sea más bajo. Hoy contamos con elecciones competidas pero puede no haberlas con el correr del tiempo; la división de poderes es una buena novedad entre nosotros, sin embargo no hay ley de la historia que garantice para siempre ese equilibrio; la violencia delincuencial, política e interpersonal se extiende, y en el futuro puede ser más atroz; la corrupción es mucha y se puede incrementar. Las amenazas de Trump son preocupantes y una vez que sea Presidente puede ser peor; la ultraderecha en Europa crece, aunque todavía gobierna poco, no obstante mañana puede manejar las riendas de muy distintos países; en las zonas del mundo donde existen tensiones mañana pueden desatarse conflictos armados; y donde ya hay guerras instaladas, las masacres eventualmente se multiplicarán. Lo que la parrafada anterior quiere ilustrar es algo muy sencillo, quizá una perogrullada y (creo) contundente: todo puede empeorar. No hay ley de la vida, ni poder superior, ni invocación capaz de negar esa verdad.

Pero, por supuesto, ya lo pensó usted, las «cosas» también pueden mejorar. Y en efecto. Se puede y debe inyectar al listado anterior el sentido contrario. Tiene un querido amigo, mañana pueden ser como hermanos… Y por ahí. Entonces, si las situaciones, acontecimientos, procesos, relaciones pueden ir a mejor o a peor, lo que se abre paso es la incertidumbre, los dilemas, la preocupación. No hay espacio para el optimismo bobo, para creer en un futuro luminoso fruto de la inercia ni para la fantasía de una sociedad reconciliada consigo misma, sin conflictos ni tensiones.

Es por ello, que cada reforma, cada programa, cada creación institucional, cada iniciativa -así sea parcial y limitada- que me parece que marcha en el sentido correcto (y por supuesto lo que para uno es deseable puede no serlo para otro), suelo saludarla y acompañarla con gusto y algunas dosis de esperanza. Porque algo me dice que el asunto bien podría orientarse en la dirección contraria. Los optimistas, al revés, suelen ver los pequeños cambios como algo deleznable, menor, insustancial, ¡porque claro!, todo les resulta poco, ante su visión radiante del futuro, que solo está en su imaginación.

Y bueno: que el 2017 les sea mejor que el 2016. Ese deseo tiene sentido, porque también puede ser peor.