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El debate público

Tanhuato, Filipinas

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

25/08/2016

Desde que tomó posesión de la presidencia de Filipinas Rodrigo Duterte, hace un par de meses, han sido asesinadas 1900 personas en la guerra antidrogas. El nuevo mandatario filipino, que ha sido apodado “el descuartizador” por la prensa internacional, basó su campaña electoral en el llamado al exterminio despiadado de los delincuentes y declara a diestra y siniestra que la manera de acabar con el narcotráfico y el crimen es matar en caliente. Las fuerzas de seguridad del estado filipino le han tomado la palabra y la han emprendido a balazo limpio contra las bandas, sin detenerse con minucias como la presunción de inocencia o el respeto al orden legal y al derecho al debido proceso. La comunidad internacional civilizada se ha llamado a escándalo; la ONU ha cuestionado severamente al gobernante y este, envalentonado, ha declarado que está dispuesto a sacar a su país del organismo internacional, el cual según él no sirve para nada, y ha llamado a formar un nuevo frente internacional con China y los países africanos que no se ande con tiquismiquis de derechos humanos y esas tonterías.

La barbarie del Presidente asiático debería ser objeto de condena unánime por su flagrante violación al derecho internacional y al propio orden legal de su país. El también llamado “Trump filipino” es un ejemplo de demagogo capaz de concitar el apoyo electoral con un discurso desaforado y desplantes de bravuconería. Ha prometido acabar con el narcotráfico en seis meses, aunque para ello deje el país sembrado de cadáveres víctimas de la violencia estatal. Bajo su mandato, el Estado filipino se ha vuelto tan delincuente como aquellos a los que pretende aniquilar. Dutarte se ha colocado del mismo lado que los criminales y está llevando a que el Estado filipino no se diferencie sustancialmente de un cartel asesino.

Bueno, eso ocurre allá en las Filipinas, país que ahora a los mexicanos les resulta lejano y ajeno, a pesar de los vínculos estrechos que nos unieron hace siglos. No en balde los conquistadores del archipiélago en nombre del rey de España fueron soldados tlaxcaltecas que dejaron sus improntas culturales en aquellas latitudes del Pacífico. Pero, ¿de verdad lo que ocurre hoy allá nos es ajeno? ¿Qué diferencia a Rodrigo Dutarte de Felipe Calderón cuando, después del brutal informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos sobre los acontecimientos de hace año y medio en Tanhuato, sale a festinar un cartón del caricaturita laureado del periódico Reforma donde le achaca, a partir de lugares comunes de la clase media conservadora y católica, a la defensa de los derechos humanos la impunidad que impera en este país?

En un tuit cargado de estulticia, Felipe Calderón parece confirmar lo que desde que empezó su malhadada guerra contra las drogas muchos intuíamos: que su política de seguridad se basó en la doctrina de la limpieza social y las órdenes que dio a las fuerzas de seguridad del Estado fueron muy cercanas a las que ahora Duterte exhibe sin recato. Es verdad que Calderón no fue tan descarnado, pero los resultados de su “estrategia” (llamémosla de algún modo) dejó un reguero de muertos y una parte significativa de ellos pueden ser atribuidos, sin muchas dudas, a la actuación ilegal de las fuerzas del Estado.

El desprecio explícito del ex Presidente por los derechos humanos, no ha merecido rectificación alguna por su esposa, aspirante a la candidatura presidencial para 2018, y es compartido lamentablemente por el actual gobierno, que no ha detenido las violaciones flagrantes al orden jurídico de los cuerpos de seguridad –ejército, marina, policía federal– en sus actuaciones contra la delincuencia organizada. Dos casos han sido especialmente escandalosos: la actuación del ejército en Tlatlaya, estado de México hace un par de años y el de hace año y medio en Tanhuato, que ahora ha sido objeto del informa de la CNDH, donde se documenta la barbarie de la actuación de la Policía Federal contra un grupo al que sin duda no fue a detener, sino a aniquilar, pero como lo señaló hace un par de días Catalina Pérez Correa en su artículo de El Universal, las cifras oficiales sobre muertos y heridos en los enfrentamientos entre los cuerpos estatales y presuntos delincuentes dan fundamentos a la conjetura de que ni Tlatlaya ni Tanhuato son casos aislados, sino reflejo de una forma de actuar que no respeta la legalidad nacional ni internacional.

El informe de la CNDH, un órgano constitucional autónomo del Estado mexicano que tiene facultades legales para presentar conclusiones, hacer recomendaciones e incluso presentar denuncias penales, es brutal y debería ser tomado seriamente en cuenta, si de lo que se trata es de construir un auténtico Estado de derecho en México. No deja de sorprender que los mismos que claman por aplicar la ley a los maestros disidentes de la CNTE y desalojar con la fuerza pública sus plantones y bloqueos sean laxos a la hora de condenar la actuación claramente ilegal de la policía federal en Tanhuato. ¿Cómo se puede esperar que una policía que actúa de manera bárbara y que asesina por la espalda, en lugar de detener para someter a proceso, sea capaz de actuar con legitimidad frente a la protesta social desbordada? La ley solo puede ser impuesta por la fuerza si la fuerza legítima del Estado se somete a la ley misma, se contiene y se usa sin arbitrariedad y sin exceso.

Conozco al comisionado Nacional de Seguridad, Renato Sales Heredia, desde hace años. He cultivado con él una buena amistad y lo considero un hombre honrado, inteligente y convincente. Por eso me sorprendió que saliera precipitadamente a defender la actuación policial incluso antes de que terminara la intervención del presidente de la CNDH. Si bien al día siguiente rectificó y dijo que si la Procuraduría General de la República probare los delitos señalados, los policías serán juzgados, de pronto en sus dichos desconocí al autor de un ensayo estupendo, La vida desnuda de los enemigos, donde analiza precisamente el papel que juega el Estado en el incremento de la violencia.

Algunos de los matices de Renato son pertinentes, como reclamar para los policías el derecho de presunción de inocencia, pero yerra cuando dice que se debe legislar sobre el uso de la violencia por parte de la policía, pues hoy está claramente legislado que quemar en vida, ejecutar de rodillas o modificar la evidencia constituyen delitos. Es verdad que ejecución extrajudicial no es un tipo penal, aunque sí está definida en la legislación internacional que México considera parte de su orden jurídico, pero es evidente que el homicidio es un delito del que los policías no pueden estar eximidos. Tampoco creo correcto decir que hay que poner en contexto lo ocurrido, pues unos días antes había sido derribado un helicóptero de la PF y ahí murieron varios agentes. Desde luego que ese atentado debió ser castigado, pero con base en la ley, previo juicio, y no con un acto de venganza, pues la venganza no es un derecho humano, como no lo es tampoco la impunidad, ni de unos ni de otros.