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El debate público

Todo lo que no es electoral…

 
 
 
 
 
 

Ricardo Becerra

La Crónica

11/06/2017

 

Con la desigualdad social en su punto histórico más alto (más que en el Porfiriato), más la oceánica pobreza, ambas están allí listas para ser explotadas, usadas por los famosos “operadores electorales”. La mitad de la población en algún tipo de pobreza más la mayor inequidad en siglos. ¿No era lo bastante preocupante digamos, el año pasado? Pero esa cruenta realidad solo se hace efectiva, visible para académicos, analistas, medios y políticos, cuando se vuelve un asunto electoral. Los pobres comprados, dinero a cambio de sus votos.

La corrupción de muchos gobernadores, su infinita capacidad para tejer y destejer relaciones políticas y corporativas usando el dinero público, sin dar cuentas a nadie, era ya un escándalo documentado e hiriente desde hace años en una decena de estados del país. Esperábamos la acción de la justicia. No obstante, la indignación de la República llega a su máximo periodístico si se metamorfosea en un problema electoral, al final del punto de la votación.

Cientos de medios de comunicación que se sienten relevados de su responsabilidad —los sufridos transmisores, deben transmitir 96 spots al día— para no cubrir, indagar, responsabilizarse de la información que están produciendo las campañas de los candidatos. Un famoso locutor tuiteó: “Tengo dudas de cubrir las elecciones y entrevistar a los candidatos”. ¿Alguien cree que esta decisión se corresponde con el profesionalismo periodístico o que se desprende de las leyes electorales?

Y luego el poder judicial, empezando por el Tribunal y la correspondiente Fiscalía especializada: impunidad básica, partidos resucitados por sentencias absurdas, candidatos relevados de su obligación de presentar —a tiempo— informes de gastos de campaña, falta de criterios, ñoñez en la interpretación jurídica, captura solo a los personajes de tercera línea.

Si uno tiene la paciencia para resumir el conjunto de impugnaciones de partidos y de un gran número de comentaristas, la cosa debe llevarse en contra de las elecciones (y contra la democracia mexicana) y en su minuciosa lectura, se puede tejer el siguiente rosario de acusaciones:

Groseras intervenciones de gobiernos, lo mismo el federal que los locales o municipales; caudales de dinero sin control ni freno, incluso en las campañas más pequeñas; descarada compra y coacción del voto por parte de partidos y de siniestros “operadores electorales”; uso indiscriminado y masivo de los programas sociales y de los padrones de beneficiarios para condicionar el sufragio y por último, alteración burda de los paquetes electorales (actas, boletas, documentación para el Programa de Resultados Electorales y el recuento de los votos), la más antigua argucia que conocemos.

Llevamos una semana en la que ha resucitado la más vieja picaresca, pero si se fijan bien, las patologías principales no son electorales sino que forman parte de su contexto a quien nadie atiende, remoto y desdeñable, hasta que se convierte en un caldo para la disputa por el poder.

Vean ustedes la famosa “compra y coacción”. Sabemos desde hace mucho tiempo donde puede ocurrir; donde abarca su influencia; cuál es la población —urbana y rural— donde esto es moral y materialmente “aceptable”. Pero no pasa nada… hasta que vienen los comicios. No es un asunto electoral: sino un problema social: miseria permanente, sin puertas de salida que correspondería atender a la República, no a la institución electoral.

Lo mismo pasa con el abuso de los programas sociales: duplicidades, clientelas, condicionantes: Ixtlahuaca, Estado de México, como símbolo rural y miserable de participación corporada de los indígenas más pobres. ¿Por qué no un padrón único federal, sin condiciones para todos en el país, con criterios coherentes y homogéneos, cómo se ha propuesto muchas veces? Porque los pobres son problema sólo cuando sus votos pasan al cernidor electoral.

Y el Poder Judicial: ¿No hubo bastante tiempo para encauzar Gobernadores y Presidentes Municipales? Señalarlos y abrir los expedientes debidos. ¿Advertir que su intervención ilegal tendría consecuencias radicales? Pero no hubo nada, y los más cínicos, comprendieron que la avenida de la impunidad es tan ancha que la podían usar —con éxito o sin él— en la batalla electoral en curso.

Lo que quiero decir es que la gran cauda de la impugnación electoral no está en el “sistema electoral” sino en la pobreza, la debilidad institucional y judicial que lo permite.

Rescatar boletas, actas, el conteo de votos, tan amplio como sea necesario; verificar los gastos de campaña reales, una fiscalización meticulosa y abierta: eso si hace parte del terreno electoral. Pero la gran impugnación que nos tiene con los pelos de punta, es parte de lo que juristas, partidos, políticos, académicos y periodistas desdeñan: la miseria y la fragilidad de la justicia en México, el caldo de cultivo de la ilegalidad, el continente que no discutimos, todo eso, que no es electoral.