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El debate público

Todos somos ingenieros

 

 

 

 

 

 

 

Ricardo Becerra

La Crónica 

19/11/2017

 

¿Hay algún proyecto, programa, iniciativa de importancia que pueda avanzar sin previa escucha, participación y consulta genuina a la sociedad en la Ciudad de México? Esta tumultuosa y aglomerada comunidad que llamamos Ciudad de México, desde hace rato es, quizás, la entidad mexicana más crítica, alerta, exigente y demandante. Desde hace rato, digo, no hay asunto de importancia que no obligue a la deliberación y el difícil acuerdo (especialmente vecinal).

¿Cuáles son las señales de la calle que he podido percibir en estas tres semanas de andanzas por buena parte de la ciudad? Cuento aquí mi inicial impacto impresionista.

No hay paz entre los que perdieron un ser querido. Esta es la fractura más honda y, me temo, no habrá programa gubernamental que los satisfaga, que colme ese vacío. Una madre me dijo “todos en la familia preferiríamos estar muertos, entre los escombros, con él”. Estado perdurable de no-resignación.

Hay, a todo lo largo de la ciudad, una necesidad extendida, casi desesperada: deben dejar de ver las ruinas que el terremoto heredó en sus hogares. Hace dos meses —acampados a las afueras, en plena calle— contemplan sus edificios y viviendas tal y como quedaron el 19 de septiembre a las dos de la tarde. Un estado de petrificación, un duelo demasiado largo que domina la psicología del damnificado. Es necesario un cambio, movimiento de los escombros, acciones materiales, que sin embargo, deben cumplir con un obligado y abigarrado trámite legal que las prolongan. En definitiva: los damnificados necesitan contemplar otro paisaje, distinto al del siniestro provocado por el 19 de septiembre.

Una ciudad envejecida, humana y materialmente. Si hay una constante, es que una gran parte de los damnificados o afectados son personas mayores, habitantes de inmuebles que fueron construidos hace treinta, cuarenta o hasta setenta años. El drama que se repite es este: miles de chilangos colocaron en el centro de su proyecto de vida, una casa o un departamento, una propiedad inmobiliaria que fue el centro de su empeño durante años. El temblor viene a romper o destruir con esa certeza a una edad, en la que ya no hay energía o posibilidades para recuperar lo perdido. Esta es —quizás— la circunstancia más complicada que debe enfrentar la reconstrucción.

Entre la Ciudad de 1985 y la de 2017 medían cuatro abismos que configuran otra situación histórica, muy diferente: el temblor de aquellos años concentró su destrucción en un área (lo que después conoceríamos como “zona cero”), que determinó los mapas de protección civil. Ahora el efecto devastador fue mucho más extendido y esparcido, una onda larga que corrió desde la delegación Tláhuac, Xochimilco, Tlalpan, Benito Juárez, Cuauhtémoc hasta la Gustavo A. Madero.

Luego está la situación contractual de las personas: aquel sismo tomó por sorpresa a una Ciudad con rentas congeladas, es decir, con un vínculo roto entre el dueño del inmueble y el inquilino. Hoy no tenemos eso: las mutuas responsabilidades son más intensas y densas, tanto que hay que empezar a hablar de propietarios e inquilinos como sujetos de concertación vecinal con derechos y puntos de vista muy distintos.

Tercero: el México de 1985 era un país en shock económico que había dejado de crecer un trienio. Hoy, 2017, estamos frente a un país que ha dejado de crecer por toda una generación, en un zigzagueo económico que arroja una sociedad y una edificación materialmente estancadas, por décadas, acostumbrada al mantenimiento de sus estructuras en ruinas. Esto tiene enormes implicaciones para las bases y la cultura de la reconstrucción.

Y cuatro: aquella sociedad de la capital vivía los estertores del México corporativo, autoritario, vertical. Hoy, el pluralismo político lo empapa todo: los niveles de gobierno, la composición de la Asamblea y por supuesto, la sociedad misma. Este nuevo escenario obliga a una reconstrucción en democracia inimaginable a la mitad de los años ochenta.

5) Finalmente: a dos meses del terremoto, todo damnificado o afectado es ya, al menos, pasante de ingeniero. Con naturalidad y con fluidez todos hablan de “la pérdida de geometría en el edificio”, estudios topográficos, mecánica de suelos, fallas del subsuelo, DRO´s, Corresponsables en Seguridad Estructural, cimentación, opciones de reforzamiento y un largo etcétera.

La fatalidad ha creado, así, legiones de personas se informan y se empapan todos los días de la jerga sísmica de esa disciplina. Un curso intensivo creado tras la sacudida trágica. Cada damnificado se volvió así, un ingeniero airado, difícil de engañar y que ahora mismo está exigiendo sus derechos.