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El debate público

Transigir con el crimen, acabar por parlamentos

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin embargo

30/06/2016

En uno de los mejores libros que sobre el siglo XIX mexicano se han escrito,Ciudadanos imaginarios (El Colegio de México, 1992), Fernando Escalante cita una exposición del Gobernador Benito Juárez ante el Congreso de Oaxaca en 1851, sobre sus actuaciones frente a la rebelión en Juchitán por una disputa en torno a las salinas de Tehuantepec:

Ha sido siempre mi más ardiente deseo restablecer el imperio de la ley y el prestigio de la autoridad; poniendo coto á la costumbre de transigir con el crimen y con el vicio: costumbre criminal y vergonzosa que envilece a los gobiernos y que alienta a los criminales á imponer condiciones degradantes.

Juárez, dice Escalante, había llegado al Gobierno de Oaxaca en 1847 con mucho más conocimientos de leyes y teorías que de “las turbias rutinas del Gobierno”; así, cuando se enfrentó a la realidad conflictiva de la política de su estado, tuvo que aprender que “transigir con el crimen” podía ser una “costumbre criminal y vergonzosa”, pero era también una forma de gobernar, quizá la única posible en un entorno de múltiples conflictos, donde el imperio de la ley y el prestigio de la autoridad eran, por decir lo menos, precarios.

El crimen al que se refería Juárez era la recurrente rebeldía de las comunidades o los pueblos respecto al orden estatal. Los conflictos sobre derechos de propiedad, las protestas contra los impuestos personales, la oposición al sometimiento de los pueblos indios a los municipios ladinos, se expresaban en protestas violentas, invasiones e incluso con resistencia armada a la autoridad. Estas rebeliones eran dirigidas siempre por operadores políticos especializados en intermediar entre los grupos a los que representaban y la autoridad estatal, herederos de los caciques coloniales, traductores entre dos lenguas y entre dos tipos distintos de orden. Las peticiones y demandas no se canalizaban a través de los mecanismos legales o la participación democrática, pues los primeros solo existían las más de las veces en el papel, mientras que la segunda era una mera entelequia. La protesta y el reclamo en el filo de la violencia era el mecanismo a la mano para expresar cualquier demanda, confiando en que al final todo el conflicto acabara “por parlamentos”.

Así, desde la fundación del Estado mexicano –con base en unas leyes siempre deficitarias de legitimidad y con una autoridad carente de prestigio e incapaz de imponerse sin contestación– la violencia y el reto a la legalidad han sido mecanismos útiles para hacer avanzar los intereses de los grupos subordinados, mucho más que cualquier litigio jurídico, en un ámbito en el que el acceso al sistema judicial está restringido a los más poderosos, los que tiene capacidad para pagar por sus servicios, y la participación en la política democrática está desprestigiada por más de un siglo de simulación y fraude institucionalizado, y tiene altas barreras de entrada a la competencia. En la experiencia histórica de buena parte de las organizaciones sociales tradicionales, la forma más eficaz de hacer prevalecer sus intereses es la protesta radical, con tomas, bloqueos y enfrentamiento con la policía.

Al igual que durante el siglo XIX, Oaxaca es hoy un estado donde los conflictos son recurrentes. En un artículo publicado ayer, Rodrigo Elizarrarás cuenta cómo un proyecto que consistió en registrar en una gran base de datos “todo evento público que incluyera al menos una organización social, una demanda claramente identificable y que fuera dirigida ante una autoridad específica”, mostró que “Oaxaca es el estado con el mayor número de eventos de conflictividad social del país, seguido de Chiapas, Guerrero y Michoacán.”

Se trata, como se puede ver, de estados con una larga tradición comunitaria, donde el conflicto se ha resuelto siempre, desde los orígenes del Estado nacional mexicano, por parlamentos, después de un periodo de protesta al filo de la violencia. Son, también, los estados donde la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) tiene arraigo y controla las secciones sindicales de los maestros.

La CNTE nació a finales de la década de 1979 impulsada por profesores mayoritariamente egresados de las normales rurales –escuelas dedicadas a formar docentes de origen campesino– para enfrentar al corrupto liderazgo del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, de afiliación priista. No es de extrañar que el repertorio estratégico de la organización se nutriera de la experiencia de resistencia al orden estatal de las comunidades campesinas de las que provenían, tanto o más que de los indigestos manuales de distintas corrientes del marxismo revolucionario con las que adoctrina a sus integrantes la Federación de de Estudiantes Campesinos Socialistas de México, a la que buena parte de los fundadores de la CNTE pertenecieron durante su época estudiantil.

La CNTE creció durante los años de la crisis de la década de 1980, al grado de que se trató de prácticamente la única expresión sindical movilizada contra la caída de los niveles de vida de los trabajadores de entonces. Si durante algunos años la virulencia de sus protestas amainó, fue porque llegaron sus dirigentes a un acuerdo de reparto de rentas con el sindicato oficial en los tiempos en los que Elba Esther Gordillo. A partir de entonces, los líderes de la CNTE pudieron ejercer un dominio tan vertical y clientelista como el del SNTE oficial sobre los profesores de las secciones que controlaban y se hicieron con jugosas parcelas de rentas provenientes tanto de la cuotas de los agremiados, como de las tajadas presupuestales dedicadas a mantener la gobernabilidad sobre el magisterio. Esos recursos le han permitido a la coordinadora tener siempre una gran capacidad de resistencia para sostener sus protestas.

La reforma institucional al sistema de ingreso, promoción y permanencia de los maestros amenaza el control de rentas y poder que desde hace treinta años habían acumulado los líderes de la CNTE, mientras que las nuevas reglas han generado gran incertidumbre entre la base magisterial, no sólo porque su diseño se ha presentado más como amenaza que como oportunidad, sino porque ha sido muy mal explicado por los impulsores del cambio. El misoneísmo de los maestros es tan explicable como el de las comunidades campesinas del siglo XIX frente a la extensión del orden estatal pretendidamente impersonal de los liberales.

Aurelio Nuño, como el inexperto Juárez de 1851, clamó que él no iba a transigir con el crimen y enconó el conflicto, desde su profunda ignorancia de lo que hacer política significa en México. Tuvo que llegar Osorio Chong a tratar de “acabar por parlamentos” y negociar la desobediencia de la ley con tal de recuperar la paz. El Estado mexicano, siempre entrampado en su déficit de legitimidad.