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El debate público

Trump: el secuestro de la democracia

Jacqueline Peschard

El Universal

25/07/2016

A nadie sorprendió que Trump ganara la postulación presidencial del Partido Republicano. A medida que avanzaban las precampañas, el multimillonario, cuya base de apoyo son los blancos de clase media y poco educados, fue sumando adeptos de diferentes sectores sociales. Tampoco fue sorpresa que la nominación ocurriera en medio de una Convención accidentada y fracturada por las divisiones internas, provocadas porque Trump se apropió del partido. Sin contar con una carrera política previa, borró de un plumazo a contendientes, incluso jóvenes, más o menos radicales de derecha y con importantes trayectorias partidarias.

Parece que en la política norteamericana ya no hay lugar para el debate de ideas, para la interlocución entre posturas diversas o para el diálogo entre adversarios, que son ingredientes esenciales para mantener viva a una democracia. La ira de la población sólo da cabida para que una figura con un discurso unidimensional y poco elaborado enarbole el descontento, la frustración y la revancha que hoy dominan el sentimiento del norteamericano promedio.

La democracia está secuestrada por la ira de la población con una clase gobernante que considera corrupta, que responsabiliza de la caída de los ingresos, de la inseguridad y de la disminución en las expectativas de futuro, y Trump es capaz de encabezar ese enojo de manera primaria y burda pero efectiva. Así se explica que animara a los convencionistas a corear que se encarcele a Hillary Clinton por corrupta y traidora, autoerigiéndose en gran juez de la vida pública, alimentando el ambiente envenenado de la sociedad, que se ha manifestado dramáticamente en los recientes asesinatos de policías y en manos de policías.

Trump es un producto norteamericano, prototipo del individualismo a ultranza, pero no es necesariamente un fenómeno exótico, porque expresa buena parte de las dolencias de las democracias de hoy, tanto de las más estables como de las emergentes, poniendo en entredicho la vigencia de sus valores civilizatorios.

El hecho de que se haya adueñado del Partido Republicano sin militancia previa, se explica porque como sucede en casi en todo el mundo, los partidos que son organizaciones esenciales de la democracia han perdido densidad programática e ideológica, quedando como maquinarias volcadas a ganar elecciones, prácticamente a cualquier costo, en lugar de impulsar proyectos de sociedad y Estado de mediano alcance. La inmediatez se ha apoderado de la política, ahondando la polarización y minando el espacio público democrático.

Trump rechaza la pluralidad, el dialogo y la inclusión, por ello en la Convención Republicana reivindicó el `americanismo` en contra de la globalización. Pero invocar el `americanismo` implica aceptar sólo lo que es igual a sí mismo, tanto en el ámbito externo como en el de la convivencia interna. Al prometer que va a defender a los más pobres y darles voz a los que carecen de ella, no lo hace desde el apego a las normas y las instituciones de la apertura y la defensa de los derechos humanos, sino desde una concepción excluyente y autoritaria que le permite identificar migración con peligro y crimen, o vecindarios seguros con el cierre de fronteras.

Trump juega y se aprovecha de la democracia norteamericana, pero se afana en erosionarla con invocaciones de hombre indispensable: `Nadie conoce el sistema mejor que yo y por eso sólo yo puedo arreglarlo`. Afirma que quiere un nuevo comienzo de ley y orden como si fuera a refundar al país, desconociendo derechos adquiridos, por ejemplo, de los inmigrantes.

Trump tiene secuestrado no sólo al Partido Republicano, sino a la democracia norteamericana, porque su discurso se ha centrado en dar rienda suelta al descontento ciudadano, anulando el espacio de los valores de la convivencia pacífica y plural. Las democracias deben verse en el espejo de nuestro vecino del norte.