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El debate público

Valentía, provocación, desmemoria

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

30/09/2019

Sí, eran unos valientes. Y también, en no pocos casos, eran provocadores y saboteadores del movimiento social. Si hemos de ser rigurosos con las definiciones, también eran unos asesinos.

Los guerrilleros que hace medio siglo, o casi, tomaron el camino de las armas, tuvieron variadas y siempre discutibles motivaciones. Algunas, a la distancia, pueden ser comprensibles. Pero ninguna de ellas era suficiente. Muchos otros jóvenes mexicanos se involucraron en tareas de organización política y social, a menudo de manera exitosa. La lucha armada no era la única posibilidad para buscar la transformación del país y fue, a la postre, una opción profundamente equivocada.

La represión a las movilizaciones estudiantiles y la frecuente persecución a numerosos militantes, los obstáculos para crear opciones políticas capaces de enfrentar al partido de Estado y la influencia de las guerrillas en otros rumbos de América Latina, formaban parte del contexto en el cual surgieron grupos como la Liga 23 de Septiembre (23-S la llamaremos para abreviar).

La realidad refutó a aquellos jóvenes que tomaron las armas convencidos de que no había espacio para la organización política de manera abierta. En septiembre de 1973 la 23-S asesinó al empresario Eugenio Garza Sada. Ese año, el Partido Comunista Mexicano, PCM, afianzaba su presencia pública después de largo tiempo confinado a una virtual clandestinidad. Por su parte, Heberto Castillo y sus compañeros recorrían el país para crear el Partido Mexicano de los Trabajadores que nacería meses después. En varios estados se desarrollaban coaliciones sociales como el Comité de Defensa Popular en Chihuahua. En el sindicalismo había un proceso de renovación encabezado por la corriente democrática de los electricistas. Tan sólo en 1973 se registraron las jornadas nacionales del Movimiento Sindical Ferrocarrilero que encabezaba Demetrio Vallejo, las huelgas en empresas como Industrias Monterrey, General Motors, El Fénix en Tamaulipas, y Trailmobile en el estado de México. En la UNAM, el sindicato de trabajadores administrativos había ganado su reconocimiento después de una larga huelga y los profesores de varias facultades de la UNAM decidieron crear su propio sindicato. En octubre estallaron más de mil huelgas en todo el país, por aumento de salarios.

Quienes querían contribuir al desarrollo político de los mexicanos tenían numerosas opciones de participación. No era sencillo. Había temor y frecuentes persecuciones. A pesar del clima ominoso que imponía un Estado dispuesto a intimidar y reprimir la acción política abierta, la organización y la expresión amparadas en la legalidad eran posibles.

Los guerrilleros que consideraron que no existía más ruta que la de la violencia armada tenían un diagnóstico diferente y, como luego se comprobó, erróneo. Estaban equivocados pero no se puede negar que eran unos valientes, en el sentido estricto (personas capaces de “acometer una empresa arriesgada a pesar del peligro y el posible temor que suscita”, dice el Diccionario). Creían que el fin justifica los medios pero nada disculpa los crímenes que cometieron. Por supuesto, tampoco hay justificación alguna para la terrible e ilegal represión que el gobierno desató contra esos y otros grupos.

En los días recientes se han dicho varios disparates a propósito de la guerrilla urbana de los años 70. El asesinato de Eugenio Garza Sada fue recordado por el imprudente historiador Pedro Salmerón con una frase que, extraída de su contexto, le costó el trabajo. En las descalificaciones a esa expresión hubo una indignación desbordada —y también algo de ridículo con la declaración que considera a ese ahora exfuncionario como non grato en Nuevo León—. Al mismo tiempo el aniversario del asalto al cuartel Madera en Chihuahua, ocurrido en 1965 y que años después fue recordado en el nombre que adoptó la Liga 23 de Septiembre, fue motivo de homenajes oficiales a ese grupo. Desde el gobierno y entre las bases de apoyo de Morena se han conocido discutibles reconocimientos a la guerrilla urbana que manifiestan una  desmemoriada fascinación por el aventurerismo.

“Han confundido su llegada por la vía electoral de manera contundente y legítima con el asalto al cielo. Parece avergonzarles conquistar el gobierno con votos cuando lo que abrevaron era que solo podían llegar al poder mediante una asonada”, escribió Roberto Zamarripa el lunes pasado en Reforma acerca de quienes, desde el poder político, expresan una apreciación encomiástica y sin matices de la guerrilla de los setenta.

El asesinato de Garza Sada, que se resistió a ser secuestrado por una célula de la Liga 23-S en un enfrentamiento en donde también murieron sus dos escoltas y dos de los secuestradores, fue muy cuestionado por las izquierdas en aquella época.

Para el suplemento “La Cultura en México” de la revista Siempre! ese asesinato, junto con el estallido de varias bombas en Guadalajara, indicaban “una enorme provocación tendiente a disminuir —si obliga a la implantación de la mano dura— las no muy abundantes perspectivas democráticas en México”.

Aquel suplemento, dirigido por Carlos Monsiváis, puntualizaba el 3 de octubre de 1973: “Nadie se concientiza o adquiere mínima claridad política a través de estas acciones terroristas. Nadie, excepto los integrantes del bando o de la clase que sufre el atentado, quienes se levantan para efectuar su defensa en términos muy drásticos”. Se trataba de “un exhibicionismo suicida que fortalece las posibilidades amenazantes de los grupos más reaccionarios”.

En efecto, el asesinato de Garza Sada les permitió a los empresarios neoleoneses intensificar sus exigencias políticas delante del gobierno del entonces presidente Luis Echeverría. Las acciones violentas de la Liga 23-S continuaron y en Guadalajara fue asesinado el empresario Fernando Aranguren que había sido secuestrado el 16 de octubre.

Al comentar ambos crímenes el periódico Combate, publicado por los militantes universitarios del Partido Comunista Mexicano, dijo en su edición del 29 de octubre de 1973: “…cabe preguntarse si es que los grupos armados integrados no están ya infiltrados por provocadores pues la maraña tejida alrededor de sus acciones es desconcertante”.

En aquellos días se reunió el XVI Congreso del PCM que en sus extensas resoluciones consideró acerca de los grupos guerrilleros: “…realizan sus acciones al margen del movimiento de masas que existe realmente y en algunos casos, incluso, apartando de éste a cuadros valiosos para reducirlos a una actividad de secta” (revista Oposición, 1 al 15 de diciembre de 1973).

Sobre el asesinato de Garza Sada la revista Solidaridad, publicada por los trabajadores democráticos del Sindicato Único de Electricistas, manifestó: “Independientemente de quienes sean los autores, es una provocación. Nada más fácil que infiltrar grupos de ultraizquierda carentes de política y fronterizos con la delincuencia común” (septiembre de 1973).

Quienes hoy en día dicen que la guerrilla era una respuesta inevitable a la represión olvidan que el asesinato de Garza Sada, así como otros atentados de la Liga 23-S, fueron condenados por las izquierdas y el movimiento social de esos años. En no pocas ocasiones aquellos grupos armados se enfrentaron no sólo al gobierno sino también a organizaciones y militantes de izquierda.

Poco antes, el 17 de mayo de 1973, un grupo armado conocido como “Los Enfermos”, vinculado con la Liga 23-S, había asesinado en Culiacán a un joven profesor y a un estudiante en la Universidad Autónoma de Sinaloa, en Culiacán.

Aislados respecto de la sociedad a la que decían reivindicar, adversarios de las organizaciones democráticas, perseguidos por el gobierno —con infames recursos de la guerra sucia—, la Liga 23-S y otros grupos armados experimentaron una creciente descomposición. Algunos de sus miembros más notorios estaban encarcelados y reconocían que la lucha armada, en las condiciones de México, era un error. Mientras varios de ellos, al salir de prisión, se incorporaron a la política legal, entre los segmentos que continuaban en la clandestinidad hubo grupos que combatieron a quienes no compartían sus maximalistas consignas. Una de sus víctimas fue el profesor Alfonso Peralta Reyes, dirigente del Partido Revolucionario de los Trabajadores, de orientación trotskista, y activo impulsor del Sindicato de Trabajadores de la UNAM, que en mayo de 1977 fue asesinado en el CCH Azcapotzalco por un comando de la 23-S. Junto al cuerpo de aquel joven filósofo los asesinos dejaron una lista con los nombres de otros profesores universitarios amenazados de muerte.

Seguramente se requirió valor para involucrarse en la aventura de las armas. Pero antes que nada esa decisión fue resultado de la ofuscación. Más allá del talante personal de quienes la protagonizaron, la lucha armada era contradictoria con la democracia que comenzaba a construirse en numerosos frentes de organización política y social. No es verdad que la guerrilla fuera la única opción. Tampoco es cierto que toda una generación de jóvenes se involucró en ella. Lo que es un hecho es que, en no pocas ocasiones, hubo grupos de la guerrilla urbana que sabotearon, persiguieron e incluso asesinaron a dirigentes y activistas empeñados en el impulso a la legalidad y la democracia. Solamente desde la ignorancia, o desde una intencional desmemoria, se puede enaltecer hoy a esos grupos.