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El debate público

Victimización

No hay riesgo de golpe de Estado. Si el presidente lo menciona es porque se ha acostumbrado a un imprudente abuso de la retórica, porque quiere desviar la atención de los problemas en la seguridad pública y la economía, o debido a una megalomanía que lo lleva a distorsionar y eludir las críticas ocasionadas por sus errores recientes.

   Se trata, como quiera que sea, de palabras mayores —graves, peligrosas, en extremo inquietantes—. En boca de cualquier actor de la vida pública esa expresión sería alarmante. Cuando la dice el Presidente hay que exigirle explicaciones o, en todo caso, una clara reconsideración. El golpe de Estado es una ruptura, por lo general violenta, de los fundamentos constitucionales. Cuando se compara con Madero el presidente López Obrador, además de una desmesura política, incurre en un aventurado parangón histórico.

   En el México de hoy en día no hemos tenido una revolución (por mucho que la propaganda oficial intente propalar una transformación épica que aún no tiene resultados); no hay grupos armados y disidentes como el que constituían los zapatistas ni un Plan como el de Ayala, que marcó la ruptura con Madero; en 1913 no existían las instituciones que el país ha consolidado durante más de un siglo. El propio López Obrador alerta contra “la simplicidad de las comparaciones” pero incurre en ella.

   Lo que hoy tenemos es un gobierno que acumula de­saciertos, que no tiene voluntad para reconocerlos y que encuentra adversarios en quienes le señalan errores. El mayor enemigo del Estado es el crimen organizado, pero nuestras autoridades federales lo tratan con inusitada condescendencia, al menos hasta ahora. Un día sí y otro también, el Presidente arremete contra periodistas y medios de comunicación que se aventuran a cuestionarlo. En cambio, durante varias semanas no ha tenido una sola expresión de reclamo contra los capos del narcotráfico que a diario son responsables de numerosos crímenes.

   Si hay una actitud antiinstitucional, e incluso para eludir deliberadamente el cumplimiento del orden constitucional, es por parte del presidente López Obrador y su gobierno. La más reciente y escandalosa transgresión es la artimaña para extender de 2 a 5 años la gestión del gobernador de Baja California. La involuntaria o desprevenida franqueza de la secretaria de Gobernación confirmó que el ardid para torcer la decisión que los ciudadanos tomaron en las urnas tiene el respaldo del presidente de la República. Esa violación al orden constitucional no sólo favorece a Jaime Bonilla. Además alienta las pretensiones para definir fuera de las urnas a quiénes y por cuánto tiempo nos gobernarán.

   La señora Sánchez Cordero, si alguna vez las tuvo, no cuenta con la capacidad de conciliación política ni con la respetabilidad ante los actores de la vida pública que se requieren para desempeñar el cargo que ocupa. Pero su desparpajada sinceridad propicia constataciones significativas como cuando se alegró de que, en Baja California, “por primera vez en 30 años se recupera el estado”. En esa entidad todos los gobernadores fueron del PAN desde 1989, cuando Ernesto Ruffo le ganó al PRI. El alborozo de doña Olga manifiesta el alma priista que conservan importantes funcionarios de Morena y que en buena medida alienta a ese partido.

   En nada de eso repara el presidente López Obrador cuando habla de golpe de Estado. Acostumbrado a eludir los temas que le incomodan, intenta construir una realidad a la medida de sus recelos.

   En días recientes se conoció el discurso que el 22 de octubre dirigió el general Carlos Gaytán Ochoa ante los altos mandos del Ejército. Habían transcurrido sólo cinco días desde la capitulación ante la rebelión del narcotráfico en Culiacán. “Nos sentimos agraviados como mexicanos y ofendidos como soldados”, reprochó ese general. Y sostuvo: El gobierno se ha fortalecido gracias a la fragilidad de los contrapesos que hay pero sus decisiones “no han convencido a todos”; la ideología del gobierno “dominante, que no mayoritaria, se sustenta en corrientes pretendidamente de izquierda, que acumularon durante años un gran resentimiento”. También dijo que “el alto mando enfrenta, desde lo institucional, a un grupo de ‘halcones’ que podrían llevar a México al caos y a un verdadero estado fallido”.

   Las expresiones del general Gaytán pueden ser discutibles pero su diagnóstico es acertado. Los rezagos sociales y los abusos en el ejercicio del poder reforzaron el consenso que le permitió al ahora presidente ganar la elección hace 16 meses. Luego, su desempeño ha estado plagado de equivocaciones. Los principios que despliega el Presidente, lejos de las izquierdas pero también del liberalismo del que se ufana, son profundamente conservadores tanto en la moral pública que pretende imponer como en sus decisiones para la economía y en el combate a la delincuencia, entre otros rubros. En episodios como el de Culiacán las responsabilidades del Estado han quedado incumplidas.

   Todo eso se ha dicho, y mucho, en las semanas recientes. Lo novedoso fue que también lo dijo un militar con amplia carrera en el Ejército. Gaytán expresó el disgusto que recorre a esa corporación debido a errores como los que se cometieron en Sinaloa y que no cesan. Apenas el jueves pasado, por instrucciones expresas del presidente, el secretario de la Defensa hizo público el nombre del militar responsable, en el plano nacional, de la operación para capturar al narcotraficante Ovidio Guzmán. No había razón alguna para que se diera a conocer la identidad de ese jefe militar, que ahora queda en riesgo debido a la ocurrencia del Presidente.

   No es frecuente, y tampoco es deseable, que los militares opinen sobre asuntos políticos. La discreción en esos temas es parte del apartamiento que resulta pertinente que las Fuerzas Armadas mantengan respecto de las vicisitudes de la vida política. Pero si dentro de ellas hay inquietudes como las que expresó el general Gaytán, es saludable que la sociedad las conozca. En eso no hay una intención golpista, como parece sugerir el Presidente. El mismo general subrayó en su discurso: “A pesar de los avatares mencionados, he tratado de mantenerme dentro de la disciplina a la que estoy obligado, y reitero mi lealtad irrenunciable a México”. La disciplina es sustento del comportamiento institucional que el país les exige a sus Fuerzas Armadas.

   El presidente no procura entender ese disgusto. Hace cuatro meses dijo que, si estuviera en sus manos, “desparecería al Ejército y lo convertiría en Guardia Nacional”. Ahora habla de golpe de Estado, circunstancia absolutamente indeseable que sólo se podría intentar en un quebrantamiento de la disciplina militar y de la legalidad.

   En México no se hablaba de golpe de Estado desde el otoño de 1976. En aquellas semanas, la confrontación del presidente Luis Echeverría con los segmentos más arbitrarios de las cúpulas empresariales coincidió con la versión de que habría una asonada militar a la que incluso se le ponía fecha: el 20 de noviembre. Poco después Carlos Monsiváis describió esa campaña como una de las expresiones de “la ofensiva ideológica de la derecha” a mediados de los años setenta. A los fortísimos desacuerdos de grupos oligárquicos con decisiones del presidente Echeverría se aunaba el discurso del gobierno que creaba —o acentuaba— un clima de tensión y desazón.

   El discurso binario, que reduce a la sociedad en dos segmentos (malos y buenos, golpistas y leales, contra el gobierno o con él) es frecuente cuando desde el poder político, o delante de él, se busca aglutinar fuerzas en circunstancias críticas. Así sucedió en la confrontación ideológica durante el echeverrismo, cuando tanto el gobierno como la derecha empresarial desplegaron discursos tremendistas. Ahora el presidente López Obrador saca de las catacumbas una presunta amenaza de golpe de Estado que no ha sido documentada, ni demostrada, pero que le sirve para esquivar la explicación y solución de otros problemas. Se trata de una insensata maniobra de autovictimización.

   En el transcurso del siglo XX los golpes de Estado fueron recursos de las élites financieras y políticas para socavar a los regímenes democráticos. Ahora, sin que esas amenazas hayan desaparecido, en varios países latinoamericanos la denuncia de golpes de Estado se ha convertido en pretexto de distintos gobernantes populistas que quieren alarmar en busca de respaldo social. Con cierta frecuencia, el impresentable Nicolás Maduro habla de golpe de Estado en Venezuela y ahora dice lo mismo para defender a Evo Morales en Bolivia.

   El presidente López Obrador tiene razón cuando reconoce que la mayoría de los mexicanos de ninguna manera respaldaría un golpe de Estado. México no quiere volver al pasado, ni al golpismo ni a ninguna forma de autoritarismo.

   Ha sido una desproporción del presidente aludir a dictadores como Huerta y Pinochet. En México no hay fuerza política alguna que reivindique a personajes como ésos, ni al totalitarismo que representaron. Pero si la institucionalidad, las leyes y la democracia están en riesgo es por la amenaza de la delincuencia organizada —a la que el Presidente no quiere combatir— y debido a intentos desde el mismo gobierno para fracturar las reglas de la propia democracia como hace Morena en Baja California, con aval del presidente López Obrador.