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El debate público

100 días de pesadilla

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

05/01/2015

 

Desde que se conoció el asesinato de 43 estudiantes durante la madrugada terrible de Iguala, ocurrida hace exactamente 100 días, la sociedad mexicana transitó del estupor al dolor, y de la confusión a la indignación, en una intensa sucesión de reacciones que dejaron escaso espacio para la reflexión.

Espontánea, e incluso reivindicable porque mostró a una sociedad refractaria a la indiferencia, tal irritación condujo a apreciaciones superficiales acerca de las causas de ese espantoso crimen. Cuando millares de ciudadanos salieron a las calles a proclamar “Fue el Estado”, se equivocaron en el diagnóstico y por lo tanto en la solución para enfrentar a bandoleros como los que perpetraron ese asesinato. Las instituciones estatales, en todos sus niveles, habían sido ineficaces para prever y atajar la violencia en esa región de Guerrero. El Estado no fue culpable, sino víctima de la expansión de la delincuencia que incluso ha trasminado los mandos de algunas de tales instituciones (policías y autoridades municipales y estatales, entre otras). Lo que hace falta no es reemplazar a esas instituciones, sino depurarlas. Y por supuesto, castigar a los criminales.

Cien días después de esa madrugada, disponemos de versiones suficientes para saber qué sucedió y cómo. La información de la PGR a partir de declaraciones de culpables confesos y presos, complementada por investigación periodística seria, permite reconstruir la actuación delirante de policías supeditados a pandillas de narcotraficantes, las instrucciones y omisiones cómplices del presidente municipal, la impunidad que acentuó la sevicia de los criminales. El reportaje de Esteban Illades en Nexos de enero reivindica al periodismo de hechos, en donde los datos son verificables y no dependen de ideologizaciones o suposiciones como las que han abundado en otros medios.

Entender, y eventualmente resolver el clima de extendida violencia en Guerrero, implica reconocer el deterioro institucional pero también de la cultura cívica en esa entidad.  La empresa Parametría encontró en 2013 que el 28% de los mexicanos estarían de acuerdo “en que las personas apliquen la justicia por mano propia”. Ese era el promedio nacional. Sin embargo, en Guerrero los ciudadanos que compartieron esa postura fueron el 56% —exactamente el doble—. En Morelos quienes avalaron la “justicia” por mano propia fueron el 48% y en Michoacán, el 36%.

La desconfianza en las instituciones estatales y la propensión a reemplazarlas con instancias ajenas al control legal se han manifestado en el surgimiento de los grupos de “autodefensa” que con tanto candor e irresponsabilidad han sido aplaudidos desde variadas franjas del escenario político y que fueron legitimados, en una de sus peores decisiones, por el actual gobierno federal. Un recelo similar alienta a los provocadores que irrumpen en manifestaciones para violentarlas. Esa convicción en la justicia por mano propia y la desconfianza en el Estado también han sido coartadas políticas de grupos como los que han controlado la Normal de Ayotzinapa.

El crimen de hace un centenar de días es absolutamente injustificable. Pero para comprender su contexto, es preciso recordar la propensión violenta de muchos de los estudiantes normalistas y sus dirigentes políticos. Y hay que reconocer que, ahora, el dolor y la indignación de los familiares de los jóvenes asesinados son aprovechados por organizaciones como las que predominan en esa Escuela Normal, emparentadas con la ultraizquierda de larga data en Guerrero pero sobre todo obstinadas en una confrontación sin opciones con las instituciones estatales.

Ante el crimen en Iguala, el gobierno se demoró en responder. Solamente varias semanas después presentó una interesante colección de compromisos que van desde mejoras en la impartición de justicia, hasta la creación de ambiciosos proyectos de inversión en los estados del sur más atenazados por pobreza y violencia. Sin embargo la capacidad de operación política que la administración actual demostró en sus primeros meses y que hizo posibles varias reformas muy importantes, quedó abrumada por la confusión y la impericia que han predominado en este centenar de días difíciles.

El presidente Enrique Peña Nieto perdió buena parte del capital político que logró con esas reformas debido al pasmo que redujo a su gobierno después del crimen en Iguala y, sobre todo, a causa de la frivolidad con la que respondió a las acusaciones de enriquecimiento indebido con la llamada “Casa Blanca” usufructuada por su esposa. Una empresa beneficiaria de numerosas adjudicaciones de contratos gubernamentales financió la residencia de la familia presidencial y una casa de campo del Secretario de Hacienda. Otra empresa, la televisora que se benefició con la compra de abundante publicidad del gobierno mexiquense y que sigue acaparando el presupuesto publicitario del gobierno federal, le transfiere a la esposa del presidente la residencia contigua a la casa adquirida de manera tan irregular.

En muchos países ese tráfico de intereses ocasionaría la dimisión de funcionarios y la renuncia a los bienes adquiridos gracias a tales componendas. Aquí, la ausencia de respuestas fehacientes se ha convertido en un fardo político que el presidente Peña Nieto cargará durante el resto de su gestión y aún después. Ese episodio, que dista de estar resuelto, contribuye a la intensa desconfianza que le dificulta a la sociedad mexicana tener un rumbo claro.

La culpa de tragedias como la de hace 100 días no es del Estado. Pero de nada servirá ese reconocimiento si no somos capaces de emprender, pronto y en serio, reformas para enmendar contrahechuras de nuestras instituciones estatales comenzando por la corrupción, la injusticia y la pobreza. Así de exigente —e ineludible— es la agenda de este 2015.

ALACENA: Decíamos anteayer…