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Fundamentales

Apoyo al juez Garzón

El juez Garzón.

La calidad de nuestra democracia

Julián Casanova.
14/04/2010

Algunos poderes fácticos pretenden impedir la reparación política, jurídica y moral de las víctimas de la Guerra Civil y la dictadura. El acoso y procesamiento sufrido por el juez Baltasar Garzón lo demuestra

A las dos y cuarto de la tarde del domingo 23 de noviembre de 1975, una losa de granito de 1.500 kilos cubrió la tumba que se había preparado para Francisco Franco en la basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. La losa que selló el sepulcro era tan pesada como el legado que Franco dejaba, después de cuatro décadas de guerra de exterminio y paz incivil. De eso han pasado ya casi 35 años y los españoles seguimos opinando -aunque con mucho grito, poco debate y menos fundamento- sobre las virtudes y defectos de la democracia que construimos sin necesidad de derribar el armazón de la dictadura.

La corrupción política, con políticos que la ignoran, y el procesamiento del juez Baltasar Garzón a instancias de los herederos ideológicos del franquismo, nos sitúan de nuevo en la disputa. Recordemos cómo empezó todo y adónde hemos llegado.

Apenas muerto Franco, muchos de sus fieles partidarios dejaron el uniforme azul y se pusieron la chaqueta democrática. La desbandada de los llamados reformistas o «aperturistas» en busca de una nueva identidad política fue a partir de ese momento, sin prisa, pero sin pausa, general. Muchos franquistas de siempre, poderosos o no, se convirtieron de la noche a la mañana en demócratas de toda la vida. Debería dejarse claro, por lo tanto, frente a la opinión sesgada de algunos ilustres ex franquistas que se han apropiado de la transición a la democracia, que el armazón de la dictadura que controlaba el poder cuando Franco murió no contenía el embrión de la democracia y tampoco el Rey, el nuevo Jefe de Estado, ofrecía en ese momento las mejores garantías.

Los políticos y burócratas formados en la Administración del Estado franquista tenían en sus manos el aparato represivo y el consentimiento de una parte importante de la población educada durante años en la desconfianza hacia los cambios políticos, identificada con los valores de la autoridad, la seguridad y el orden. Sin Franco no habría franquismo, pero los franquistas que abanderaron entonces la democracia se beneficiaron de los miedos que ellos y su querida dictadura habían difundido durante décadas: el miedo a los desórdenes y protestas, la machacona propaganda negativa vertida sobre los partidos políticos «rojos» y de la oposición, y el recuerdo traumático de la Guerra Civil, con el temor siempre tan manido de que se pudiera repetir.

Es verdad que desde abajo hubo una poderosa presión social que, ejercida por asociaciones de vecinos, estudiantes, sindicatos, comunidades cristianas, intelectuales y profesionales, trataba de quebrar las posturas inmovilistas, del bunker, que impedían el tránsito hacia un sistema de libertades. Pero el proyecto de Ley para la Reforma Política ideado por Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda pasó por las Cortes franquistas, tras ofrecer importantes concesiones al grupo de notables que, alrededor de Manuel Fraga, acababa de fundar Alianza Popular (AP), y fue aprobado en referéndum el 15 de diciembre de 1976 con una elevada participación, el 77% del censo aunque en el País Vasco se quedó en el 54%, y un 95% de votos afirmativos, pese a que la oposición democrática había pedido la abstención. Las promesas de paz, orden y estabilidad fueron la gran baza de Suárez para marcar el ritmo y las reglas del juego y para movilizar a mucha gente que con ese apoyo a la reforma política descartaba la «ruptura democrática» y una consulta popular para decidir sobre la continuidad de la Monarquía.

En los dos años siguientes, la historia se aceleró en medio de acuerdos, pactos, decisiones fundamentales y participaciones democráticas. El proceso de reforma legal que desembocó en la celebración de elecciones generales en junio de 1977, 40 años después de las últimas que pudo presidir la Segunda República y la aprobación de la Constitución a finales de 1978, fue acompañado de una Ley de Amnistía, aprobada el 15 de octubre de 1977, por la que se renunciaba, entre otras cosas, a abrir investigaciones o a exigir responsabilidades contra «los delitos cometidos por los funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de las personas». Hay quienes creen que ese pacto político de olvido del pasado, sellado por las élites procedentes del franquismo y las fuerzas de la oposición, marcó a la democracia española. En realidad, el miedo a las Fuerzas Armadas y el recuerdo traumático de la guerra y de la represión condicionaban el discurso público y la cultura o incultura política de millones de ciudadanos. El escenario estaba dominado entonces por la crisis económica, los conflictos sociales, el terrorismo de ETA y de la ultraderecha, y la amenaza de involución militar. Ese proceso democratizador se basó en la transacción y negociación de las élites políticas con partidos, a izquierda y derecha, de estructuras rígidas y listas cerradas que no estimulaban la afiliación ni la participación de la sociedad civil. La mayoría de la gente aceptó que eso fuera así y las voces disidentes no pudieron, porque tampoco contaban con recursos disponibles, avanzar por otros caminos.

La consolidación de la democracia a partir del triunfo socialista en las elecciones de octubre de 1982 trajo enormes beneficios a la sociedad española, con el desarrollo del modelo autonómico, la extensión del Estado del Bienestar con políticas fiscales de redistribución de la riqueza-, la integración de España en las instituciones europeas y la supremacía del poder civil sobre el militar. El militarismo pasó a la historia y, pese a la existencia de ETA, un legado de la dictadura que la democracia no ha podido destruir, la violencia ya no es entre nosotros un vehículo de la acción política.

Pero pronto pudo comprobarse también que la democratización y modernización española iba acompañada de altas dosis de prácticas corruptas, de especulación y fraude, de negocios privados a costa del gasto público, a los que no quisieron poner freno ni los gobiernos ni los partidos políticos. Partidos, por otro lado, rodeados de amigos, de personas fieles, que defienden al jefe y a sus propios intereses y que rara vez suelen diseñar un plan de decisiones coherentes destinado a perdurar.

La evolución política, social, económica y cultural de las últimas tres décadas constituye el mayor periodo de estabilidad y libertad de la historia contemporánea de España. Poco o nada queda ya de la visión romántica y aventurera de los viajeros extranjeros que, hasta hace muy poco, tan sólo unas décadas, veían a España como un territorio preindustrial alejado de Europa, a caballo entre la tradición de algunas regiones y la modernidad de otras, obstinado en su atraso e incapaz de superar su traumática historia. Un territorio, como todavía lo describía Gerald Brenan a mediados del siglo XX, «enigmático y desconcertante».

Paradójicamente, cuando más asentada parecía la democracia, después de dejar atrás las partes más funestas del legado autoritario del franquismo, nuevas coacciones y amenazas nos hacen dudar de nuestro modelo político. Algunos poderes fácticos impiden mirar e investigar libremente nuestro pasado violento y, con ello, la reparación política, jurídica y moral de las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura. Y muchos políticos, además de no hacer nada frente a eso, muestran una actitud cínica ante la corrupción que les salpica, ufanos de la tutela tan segura que ejercen sobre su electorado. Los ciudadanos estamos muy distantes de los lugares de decisión política y los partidos políticos concentran el poder de forma excesiva en sus líderes y amigos más allegados. Nadie parece estar dispuesto a emprender cambios y reformas que mejoren la calidad de nuestra democracia, sitúen a las instituciones democráticas por encima de los intereses corporativos y partidistas y refuercen a la sociedad civil. Así está el patio.

Coordinadora de Colectivos de víctimas del franquismo.

http://coordinadoravictimas.blogspot.com/2010/04/la-calidad-de-nuestra-democracia-julian.html

 

 

Carta dirigida a España

Una venganza contra Baltasar Garzón
Ricardo Becerra Laguna
Presidente del IETD, México
El País 07/03/2010

Los integrantes del Instituto de Estudios para la Transición Democrática de México deseamos hacer pública nuestra preocupada indignación por el juicio que en España se levanta ahora mismo contra el juez Baltasar Garzón.

Valoramos la inmensa contribución que el juez Garzón ha realizado para la expansión de las libertades y derechos esenciales, más allá de su propio país. La figura de Garzón es ya universal y su trayectoria como juez constituye una de las aportaciones más importantes que el derecho ha dado para la consolidación de las democracias en toda Iberoamérica. Resulta muy extraño que desde la justicia española se emprenda una acusación -prevaricación- por el hecho de que el juez haya admitido y dado trámite a las denuncias contra las desapariciones y asesinatos perpetrados en el periodo franquista; nosotros, por el contrario, pensamos que ésa es una de las tareas que corresponde obligadamente al derecho y a los jueces, y no sólo en España.

Si este sorprendente episodio tiene como desenlace algún castigo en contra de Baltasar Garzón, desde el propio sistema judicial se habrá consumado una vengaza de la impubidad en su país y en toda Amérida Latina.

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El inmerecido ataque a Garzón.

El combativo magistrado de España está siendo enjuiciado injustamente.
Financial Times. 19/04/2010

El verdadero problema es que la política en España se ha vuelto destructivamente facciosa desde que los socialistas fueron envumbrados al poder abrumadoramente, después de los bombazos en trenes de Madrid en 2004 y luego del intento del gobierno de PP de manipularlos. Sin embargo, eso no justifica victimizar a uno de los servidores más distinguidos del país.

Baltasar Garzón, el magistrado de investigación reconocido internacionalmente, está siendo enjuiciado por acusaciones que podrían acabar con su carrera. El caso tiene las características de un intento, políticamente motivado, de manchar y descalificar a un valiente funcionario público quien ha combatido terroristas, escuadrones de la muerte sancionados por el estado, corrupción y tiranía. Carece de fundamento y refleja negativamente el cada vez más politizado sistema judicial de España.

El principal cargo contra Garzón presentado por un grupo fascista remanente es que excedió sus funciones al investigar crímenes contra la humanidad cometidos por fuerzas franquistas en la guerra civil 1936-39 y en su vengativo periodo posterior.

Es un debate sobre cómo tratar a los esqueletos en el closet nacional que hay que celebrar. Diferentes países desde Sudáfrica hasta Chile han encontrado diversas maneras de acuerdo con sus circunstancias. La manera de España fue la amnistía negociada de la transición post-Franco, mediante la cual los crímenes de la guerra civil serían olvidados (y la evidencia restante, enterrada o destruida). Sin embargo, eso negaba un entierro decente a decenas de miles de republicanos derrotados, cuyos restos están siendo exhumados de cientos de fosas comunes en toda España, bajo la controversial ley de “memoria histórica” de 2007.

Garzón fue más allá y abrió un caso contra los perpetradores franquistas, casi todos muertos. Esto indignó a la derecha, la cual alega que está contraviniendo la ley de amnistía de 1977. Pero no puede haber limitaciones estatutarias en crímenes contra la humanidad. La cuestión es cómo equilibrar la justicia con el criterio político. A pesar de que Garzón estaba respondiendo y era su deber a las peticiones judiciales de las familias de los muertos, el año pasado decidió no proceder con el caso.

Su verdadera ofensa puede ser que está persiguiendo casos de corrupción que implican a magnates regionales del opositor Partido Popular (PP) de derecha. Sin embargo, a mediados de los 1990, descubrió, con métodos forenses, que el gobierno patrocinó escuadrones de la muerte que llevaron a cabo 27 asesinatos en un intento de destruir la estructura de apoyo del grupo terrorista vasco ETA. Esto hirió de muerte al gobernante Partido Socialista (del cual Garzón estaba cerca) y ayudó a llevar al poder al PP en 1996.

El verdadero problema aquí es que la política en España se ha vuelto destructivamente facciosa, desde que los socialistas fueron encumbrados al poder abrumadoramente, después de los bombazos en trenes de Madrid en 2004 y luego del intento del gobierno del PP de manipularlos. Sin embargo, eso no justifica victimizar a uno de los servidores públicos más distinguidos del país.

Apoyo al juez Garzón

Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada. 15/04/2010

No cabe duda que la causa contra Garzón, habida cuenta la crispación consuetudinaria de la vida política española, agudizada por la crisis económica, los escándalos de corrupción y la obvia y manifiesta desesperación de la derecha por volver al gobierno, es un acontecimiento que, más allá de su innegable simbolismo, indica hasta qué punto las fuerzas conservadoras herederas del viejo régimen persisten en una visión sólo compatible con la democracia mientras ésta no toque los pilares institucionales y culturales que le permitan sobrevivir bajo las cambiantes condiciones del mundo moderno. Y esto es así porque las circunstancias históricas que hicieron posible la transición bajo la monarquía constitucional no permitieron zanjar las cuentas heredadas de la guerra civil y el posfranquismo. Sin embargo, ni el silencio ni la complicidad podrían cancelar la historia, evaporar la memoria o diluir en la fantasía del borrón y cuenta nueva la cruda realidad de que a pesar de todos los avances en la defensa de la legalidad y los derechos humanos, en España, enterrados bajo las cunetas de las carreteras yacen dispersos o en fosas comunes miles de fusilados a manos de quienes impusieron la dictadura del general Franco. Ése es el tema que ha hecho explotar la causa contra Garzón.

A 70 años del fin de la guerra no extraña que el pasado reviva, no para abrir heridas innecesarias, menos como una imposible por fantasmal venganza, sino como el intento justo y racional de restaurar moralmente la memoria de los vencidos, lo cual significa dar a los familiares de los desaparecidos alguna certeza sobre su destino final, una sepultura digna, si es posible, y la anulación de los procesos sumarios con los que se quiso enlodar su recuerdo. Una acción semejante, emprendida ya de mil maneras por la sociedad civil española, es dificil de cumplir con éxito sin el compromiso cabal de los órganos de justicia del Estado. Y ahí está la gran traba. Lo cierto es que, como ha dicho Victoria Lafora, todos “los países que pasaron por terribles dictaduras han hecho un examen de conciencia, una relectura de su historia para no volver a cometer los mismos errores. España no”.

Esa “laguna”, digamos, es la que quiso llenar el juez Garzón al admitir las denuncias de quienes, a pesar de la Ley de la Memoria y otras, seguían esperando que alguien se atreviera a remover la maraña de obstáculos creados para eludir la verdad sobre los crímenes y proteger a sus autores. Como apunta a su vez el ex juez anticorrupción Jiménez Villarejo, convertido por su defensa de Garzón en la bestia negra de la derecha judicial ibérica, el letrado “estaba obligado a otorgar tutela judicial suficiente y efectiva a unos denunciantes que describían, como resulta de los datos anteriores, un plan de exterminio sistemático de grupos sociales por razones ideológicas y políticas. La historia lo ha demostrado sobradamente. Pero el juez Varela, para comprender la magnitud de la masacre colectiva denunciada, debería examinar la moción del grupo parlamentario socialista (Boletín del Congreso de Diputados, 8/9/03) que se refiere a 150 mil fusilados por el franquismo y 500 mil presos políticos. Estamos ante crímenes contra la humanidad. Pese a la evidencia, para el instructor la apertura de las diligencias previas y acordadas para la investigación de los hechos eran “objetivamente contrarias a derecho” porque “no estaban justificadas”. Es decir, redujo todo el asunto a una interpretación mezquina y excluyente de la ley, típica de la mentalidad que hace del derecho un arma en apariencia “neutral” que se utiliza para salvaguardar privilegios o golpear sin mancharse las manos a los que se consideran enemigos, con lo cual asestan un golpe mortal al estado de derecho que dicen defender.

Los razonamientos de juristas, como el ya citado de Jiménez Villarejo, señalan, por el contrario, que ni la Ley de Amnistía ni la llamada de la Memoria Histórica podrían ser el fundamento de un proceso por prevaricación, toda vez que la acción de Garzón no incurre en ninguno de los supuestos en ellas contenidos. Esta defensa en el plano jurídico ha causado enorme molestia en círculos conservadores del Poder Judicial y alarma en el partido de la derecha que intentaba distraer con el juicio a Garzón el escándalo por la corrupción en que se ha visto envuelto y de los que se intenta derivar otra causa contra el juez.

El debate, como es previsible, trasciende los ámbitos mediáticos o judiciales españoles, pues la trayectoria de Garzón en defensa del principio de jurisdicción universal para los delitos de genocidio es seguida con interés en todas partes. En Buenos Aires, ahora mismo se intenta enjuiciar los crímenes del franquismo emulando al juez español. No deja de ser paradójico que la causa contra Garzón, quien ha llevado por años la investigación sobre las actividades de ETA y las dictaduras chilena y argentina, la inicien en España dos organismos marginales cuyo nombre e historia representan la quintaesencia del fascismo: la Falange Española de las JONS y la asociación Manos Limpias. Por eso no sorprende que la defensa de Garzón se extienda a partir de iniciativas surgidas en las filas de las dos grandes organizaciones obreras del país: la UGT y CCOO (Unión General del Trabajo y Comisiones Obreras) en todas las comunidades autónomas, con el apoyo de universidades, como la Complutense de Madrid, y el compromiso abierto de grandes personalidades de la cultura.

Las razones para tal convergencia no sólo están en la indiscutible justeza del asunto de fondo reparación de los daños a las víctimas del franquismo, sino que parten del reconocimiento integral de la trayectoria profesional del juez Garzón. Como expresó muy bien Cándido Méndez: “Se puede compartir o no su estilo, pero Garzón tuvo la osadía de perseguir a terroristas de ETA, a torturadores a sueldo de dictadores latinoamericanos, a delincuentes de cuello blanco y a personas vinculadas a los principales partidos políticos sin distinción de ideología”. Por eso, y por lo que representa para España la victoria de los fascistas, expreso mi apoyo sin ambigüedades al juez Garzón.

The new civil war:

‘La nueva guerra civil.’
Una investigación sobre las atrocidades de la era de Franco pone en aprietos a un juez.
The Economist, p. 48.
20-26/02/10

Sería realmente extraño que la única persona en ser enjuiciada por los crímenes de la Guerra Civil fuera el Juez Garzón.

El generalísimo Francisco Franco, el sólo una vez caudillo de España, es un personaje peligroso de poner en disputa. Nadie está tan consciente de eso como Baltasar Garzón*, el juez más controversial de España. Garzón provocó la disputa más reciente en 2008, cuando abrió una investigación sobre las atrocidades presuntamente cometidas por el difunto dictador y sus secuaces.Ahora es él quien enfrenta un castigo.

Aunque el juez Garzón detuvo su investigación y pasó el caso a un tribunal de menor rango, su acción reencendió antiguos odios. Todo el mundo está involucrado, desde la Falange, la columna vertebral de los camisas azules de Movimiento Nacional de Franco, hasta los descendientes del último primer ministro republicano durante la guerra civil española. El politizado sistema judicial de España se encuentra atrapado en medio.

El juez Garzón es el blanco de un juicio civil, que afirma que excedió sus facultades al perseguir al fantasma de Franco. Originalmente promovida por un pequeño sindicato de extrema derecha, la orden judicial contra Garzón (junto con otra sobre un asunto no relacionado) tiene ahora el apoyo del minúsculo remanente de la alguna vez poderosa Falange, que quiere unirse al juicio porque el juez difamó al partido al identificar a ex miembros como sospechosos de crímenes contra la humanidad.

Los viejos falangistas están muertos, igual que los 35 funcionarios de la era de Franco mencionados por el juez Garzón por su papel en la campaña de exterminio contra 100 mil opositores. Así como Juan Negrín, el último primer ministro de la república que Franco derrocó. Sin embargo, su nieta, Carmen Negrín, está más que viva y le ha pedido a la corte que impida que jueces y magistrados, quienes empezaron sus carreras antes de la muerte de Franco en 1975, se presenten en el juicio sobre el juez Garzón; dice que todos los jueces, quienes empezaron a trabajar bajo Franco, juraron ante Dios lealtad al caudillo y a los principios del Movimiento (Nacional).

Para sorpresa de muchos, la querella ha pasado a través de varias etapas judiciales. La decisión final sobre si someter al juez a juicio todavía está pendiente, pero algunos magistrados de la Suprema Corte parecen felices de verlo en el banquillo. Algunos simpatizantes huelen venganza; el juez Garzón ha hecho enemigos a lo largo del espectro político y dentro de la judicatura misma.

“Esta es una batalla sobre la historia de España. Ahora se ha catalizado en torno a una persona”, dice Joan Garcés, un abogado que actúa en nombre de Negrín. Sería realmente extraño que la única persona a ser enjuiciada por los crímenes de la guerra civil fuera el juez Garzón.

* El juez Baltazar Garzón ha intervenido en casos relevantes, como la detención en España del general Augusto Pinochet y su subsecuente extradición a Chile. Ahora promueve un caso de lavado de dinero en contra de la viuda de Pinochet. Acusó a Miguel Ángel Cavallo, quien fue director del Registro Nacional de Vehículos de México, de crímenes contra españoles durante la guerra sucia de Argentina y logró su extradición de México a España y luego a la propia Argentina.