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El muro y algo más

José Woldenberg

A 20 años de «la caída» del Muro de Berlín el suceso es ya un ícono expresivo del fin de los regímenes totalitarios en Europa central y oriental. Lo que inició como un proyecto emancipador y justiciero, que concitó las esperanzas de millones de personas en todo el mundo, terminó con el derrumbe de unos aparatos estatales verticales, dogmáticos y represivos. Ello llevó a Ralf Dahrendorf (La libertad a prueba) a escribir que los sucesos de 1989 eran «el final del totalitarismo, que había dado su rostro asesino al siglo XX» (la otra pinza, el nazi-fascismo, había sido derrotada en 1945).

Con el muro se desplomó una serie de realidades opresivas, pero también un abanico grande de ideas o nociones. Ya se sabe, realidades e ideas suelen vivir confundidas, alimentándose mutuamente o en tensión, pero nunca son una y la misma cosa. Muchas de las situaciones que marcaron la vida de las sociedades de Europa central y oriental desaparecieron, y buen número de las nociones que las acompañaron se derrumbaron, pero las ideas no mueren… o por lo menos no lo hacen súbitamente. Caen en las «preferencias del público», aumentan o disminuyen sus seguidores, se incrementa o se reduce su poder de atracción. Pero no desaparecen.

Hago un recuento mínimo de esas realidades ideas subrayando que las segundas suelen ser más persistentes que las primeras.

1. La presunción de que la búsqueda de la equidad social reclamaba la abolición de las libertades. La cancelación de la libertad de expresión a nombre de la verdad única, oficial, incontrovertible; la abolición de la libertad de organización porque tendía a disolver la unidad del pueblo, un monolito sin fisuras que ya tenía representantes auténticos; la anulación de la libertad de tránsito porque era un privilegio inaceptable, una fuga del paraíso de aquellos que se habían beneficiado de la inversión estatal en ellos, en fin, la supresión de las libertades como presunta condición para la construcción de una sociedad igualitaria.

2. La fusión (confusión) entre el Estado y el partido, lo que impedía la formación de cualquier opción distinta a la oficial. Si la clase «portadora del futuro» ya había construido su partido y éste había logrado apoderarse del aparato estatal, cualquier otra expresión organizativa no podía ser más que la cristalización de intereses contrarios al pueblo, los trabajadores, la mayoría.

3. La noción de que existe una concepción omniabarcante correcta enfrentada a ideologías que no eran más que expresión de intereses ilegítimos. Si una forma de ver y evaluar «las cosas» es la verídica, la científica, la correcta, las otras no pueden ser más que fórmulas mentirosas, supersticiosas, falsas, al servicio de intereses inconfesables y por ello punibles.

4. La idea de una subordinación absoluta del individuo una pieza minúscula y prescindible al Estado, que representa las pulsiones progresistas de la sociedad. De esa forma los derechos individuales auténticas edificaciones civilizatorias fueron suprimidos de facto o invalidados de jure. El Todo el Estado era lo relevante y los ciudadanos fueron convertidos en súbditos.

5. El mundo organizado de manera bipolar, la «Guerra Fría», con una potencia que encarnaba el Bien y la otra el Mal y que por supuesto resultaban intercambiables dependiendo del alineamiento por el que se optaba. Esa lógica, que buscó y logró formar a buena parte de los países en dos grandes bloques, veía en cada ensanchamiento del bando respectivo un triunfo y en el del contrario, una derrota.

6. La planificación central de la economía sin espacios para la innovación y la improvisación. La forja de un aparato burocrático omniabarcante que pretendió abolir el mercado derivó en una esclerosis de las «fuerzas productivas» que se estancaron hasta edificar una potencia militar con «pies de barro», un imperio rezagado en materia de generación y distribución de bienes de consumo cotidiano.

7. La idea de una vanguardia iluminada que podía y debía imponer su visión al resto, para lo cual todos los medios eran legítimos. Y si todas las fórmulas de la acción política se encuentran justificadas por los objetivos que se persiguen, entonces nada está prohibido, y todo es según «del color del cristal con que se mira». Por fin, la política independizada del derecho y por supuesto de la ética (una rémora a la que son adictos los pusilánimes, dirían).

Sin embargo, no es con los antónimos de esas nociones como se pueden construir sociedades habitables. La conjunción virtuosa de libertad y equidad, pluralismo y política de Estado, planificación e innovación, Estado y mercado, derechos individuales y redes de protección social, fuerte discusión y capacidad de acuerdos de mediano y largo plazos, parecen ser requisitos para no crear infiernos en la tierra. No obstante, esa articulación de valores positivos en tensión siempre resulta mucho más fácil de enunciar que de alcanzar. De ahí la complejidad de la política… y de la vida.