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John Updike, Maestro Blasfemo

Ian McEwan

Babelia, suplemento sabatino de El País. 21/02/2009

Las letras estadounidenses se han convertido en una llanura plana, con un solo promontorio vigilado por Roth.

Era un hombre muy privado, culto, generoso, educado, podía pedir perdón por responder a una carta a vuelta de correo

Un «Dios luterano y barrigudo» dentro del joven Updike le observaba con desprecio mientras luchaba para dejar de fumar. Muchos años después, un Updike más viejo, que había dejado el alcohol, el café y la sal, puso en la boca de ese Dios las palabras de Federico el Grande cuando humilló a sus soldados, que no se atrevían a entrar en batalla: «¿Es que acaso queréis vivir para siempre, perros?». Pero apartó todas las sustancias que animaban su vida, y la escritura se convirtió en «el único vicio que me queda. Es una adicción, una liberación ilusoria, una osada domesticación de la realidad». Por las mañanas, podía escribir «tranquilamente» de lo que en la oscuridad no era capaz de contemplar sin «volverse, lleno de pánico, hacia Dios». La realidad llana y simple era «insoportablemente pesada, con la carga de nuestra muerte personal. La escritura, que aligera el mundo -porque lo codifica, lo distorsiona, lo embellece y lo verbaliza-, se aproxima a la blasfemia».

Ahora, este maestro blasfemo, cuyos esquemas y hermosos conceptos literarios parecían a veces casi shakespearianos, ha muerto, y las letras estadounidenses, privadas en años recientes de dos gigantes como Bellow y Mailer, se han convertido en una llanura plana, con un solo promontorio vigilado por Roth. Nos acercamos al fin de la edad de oro de la novela norteamericana en la segunda mitad del siglo XX. Henry Bech, el remoto álter ego judío de Updike, nunca inmune a ataques de ansiedad de clase, reflexionaba sobre las pobladas hordas de contemporáneos llenos de talento y despreciados: «Quienes no parecían, como John Irving y John Fowles, llenos de verborrea y dotados de un método reaccionario y dickensiano, resultaban, como John Hawkes y John Barth, soberbios y herméticamente experimentales. O’Hara, Hersey, Cheever, Updike: todos ellos vivían a salvo en zonas residenciales mientras los barrios bajos del arte se desintegraban. Y eso, para no hablar más que de los Johns».

A Updike, el más luterano de los escritores, movido por la curiosidad intelectual toda su vida, la ciencia le inquietaba como Dios inquieta a otros. Cuando le parecía bien, podía fácilmente absorber y admirar la física, la biología y la astronomía, pero tenía una incapacidad congénita de «dar el salto a la falta de fe». La «carga» de la muerte personal no se lo permitía, y esa tensión entre la apertura intelectual y el temor metafísico es fuente de mucha seriedad y mucho humor negro.

En un relato corto de 1984, The wallet (La cartera), Mr. Fulham, que, según se nos dice en la primera frase, «se había montado una vida agradable», experimenta terrores mortales cuando lleva a sus nietos a un cine cercano. Mientras «las naves galácticas libraban batallas de efectos especiales» queda al descubierto «la auténtica situación» de Fulham «en el tiempo y el espacio»: «Una mota consciente, ya en su séptima década, un cuerpo mortal preparado para unirse a los minerales, un miembro de una civilización perdida que existió en otro tiempo sobre un continente móvil». Esta «posesión solitaria» de su propia existencia, concluye, es «asquerosamente seria».

Dios no aparece en esta historia, pero es poco probable que un ateo hubiera podido conjurar tantas cosas a partir de los pequeños problemas domésticos que siguen. Primero, no llega por correo un cheque cuantioso, «de seis cifras», los beneficios de una serie de inversiones astutas. Fulham hace un montón de llamadas telefónicas a la empresa en Houston y el asunto empieza a preocuparle demasiado: «Durmió mal, nervioso por la injusticia». Sospecha que ha habido un ladrón, un «delincuente», o que existe un fallo en el estúpido sistema. Le atormenta la «indignante falta de responsabilidad cósmica».

Entonces, el «delincuente» vuelve a actuar. Su cartera -«un anexo amistoso de su persona»- desaparece. Updike, como es normal en él, enumera minuciosamente y en tono satírico el contenido: tarjetas sanitarias y de pertenencia a varias entidades, los invalorables recortes, fotografías de la familia y de una amante de hace mucho tiempo, recibos obsoletos. ¿Quién no ha buscado en vano como Fulham, quién no ha vuelto lleno de superstición a los mismos lugares, quién no ha intentado revivir el despreocupado yo del pasado? Pero «la inexistencia de la cartera resonó por las habitaciones como un disparo de pistola que deja sordera en su estela». Desesperado, Fulham exclama a su mujer: «Sin la cartera, no soy nada». Había hablado sin pensar pero, una vez dichas, se dio cuenta de que sus palabras eran verdad: sin la cartera, era un fantasma que revoloteaba en una casa sin paredes.

Al final aparece el cheque, pero cuando ya se ha anulado, y la nieta encuentra la cartera, pero cuando ya se han bloqueado las cuentas. Las noches son más frescas, y en Fulham hay algo que ha cambiado. Ha tenido una experiencia cercana a la muerte, un ensayo, y ahora se ha reconciliado con la idea de su fin.

Como muchas cosas que parecen laicas en Updike, este relato está impregnado de su seriedad religiosa, el espíritu que Larkin, que era ateo, reconoció en su famosa descripción de una iglesia como «una casa seria sobre un terreno serio…». No es casual que los momentos de pánico de Fulham le sobrevengan en un cine. Al comienzo de una de las novelas importantes de Updike, La belleza de los lirios, se está rodando una película y, al mismo tiempo, un clérigo está perdiendo la fe y se enfrenta al «sangriento egoísmo de un caos cósmico». Para Updike, el cine y su hija malcriada, la televisión, «se convirtieron en nuestra religión». No es una observación crítica; en su juventud, «el cine era lo que me conmovía y lo que me daba algo por lo que vivir, a lo que aspirar».

Y el cine fue sobre todo, para el joven Updike, una exploración de los contactos sexuales. En su escritura estuvo, desde el principio, esa elogiada o criticada capacidad de ofrecer descripciones minuciosas, clínicas, dolorosas y cómicamente sinceras, llenas de intensidad visual, de hombres y mujeres haciendo el amor. Por pasajera o desastrosa que sea la relación, siempre rondan las sombras metafísicas, siempre interviene la misma seriedad. «La naturaleza nos tienta con el sexo para hacer que sigamos caminando hacia el abismo», reflexiona Piet en Parejas. Cuando hace el amor en el exterior con Georgene -«un labio de resistencia, luego una profundidad tranquilizadora, en la que deslizarse paso a paso»-, le preocupa que «está bajo la mirada de Dios».

Esa mirada registradora e implacable hizo que Updike fuera impopular entre algunas lectoras, sobre todo en los primeros años de la Teoría, cuando estaba de moda hablar de la «mirada masculina». Piet advierte en la desnudez de Foxy «la carne de gallina y la aspereza de sus nalgas, el desagradable gris de sus axilas afeitadas…». Pero en Updike, como en la vida, los cuerpos son pocas veces perfectos, a diferencia del cine; es realismo de ficción, y la carne de gallina no impide el placer trascendental de los amantes. Mientras ella le hace una felación «perezosa», él le peina el precioso cabello y reflexiona sobre «su coño de coral, entre coral y burdeos, con su M, o W, de vello en forma de pensamiento». Luego, se le ocurre que las bocas son nobles. «Actúan en la zona del cerebro. Nuestros genitales se acoplan abajo, como campesinos, pero, cuando la boca tiene a bien, la mente y el cuerpo se maridan».

En su última novela, The widows of Eastwick [Las viudas de Eastwick], Updike establece un diálogo juguetón con las mujeres que le critican a través de su personaje Sukie, la autora de novelas románticas. Sukie elimina de una obra que está escribiendo un fragmento sobre uñas cuidadosamente pulidas que se clavaban «en la espalda ancha y palpitante de Hércules». Se dice a sí misma que una novela romántica como es debido nunca se detiene en los detalles sexuales, porque podría perder «el sector demográfico al que va dirigida, las mujeres soñadoras e insatisfechas… Las mujeres conocen la realidad, pero no quieren que se la detallen».

En realidad, la mirada serena e impasible de Updike no se dirige sólo sobre las mujeres, y no se limita a lo físico. En La versión de Roger, cuando Lambert miente a su mujer para ocultar una infidelidad, lo hace «confiando en que mi rostro, ese traidor tan sensible, me respalde». Y no existe un personaje con más faltas ni más expuesto en la ficción moderna que Harry Conejo Angstrom. La tetralogía no sólo describe desde dentro las grandes y pequeñas deshonestidades de un hombre moderno, sus autoengaños, sus argucias y su torpe pasividad, sino que muestra, a lo largo de cuatro novelas y más de 30 años, un lento deterioro físico y mental acelerado por la pereza, la comida basura y la prosperidad estadounidense.

La tetralogía de Conejo es la obra maestra de Updike y será probablemente su monumento. En todos sus detalles, más hogareños o más duros, y en todos sus territorios, el trabajo, la política, la jubilación y, sobre todo, el sexo, lo metafísico siempre está presente, a veces como un mero reflejo enterrado en una frase, otras veces de forma cómica y descarada. En la primera novela, Corre Conejo, cuando el joven Harry, cajista y ex jugador de béisbol, se acuesta con Ruth, una prostituta de pueblo, sus sesiones se ven interrumpidas por un debate teológico visceral sobre la existencia de Dios, inspirado por la gente que acude a la iglesia bajo la ventana. Harry, por supuesto, está de parte de Dios; «La idea de hacerlo mientras se llenan las iglesias le excita».

Muchos años después, está en la mesa de operaciones, contemplando sus propias entrañas en una pantalla (El show de Conejo Angstrom), rodeado de máquinas y médicos tecnócratas y sus adláteres que «se inclinan entre murmullos sobre el cuerpo de Harry, cubierto con una sábana y con las partes estratégicas expuestas», mientras llevan a cabo una angioplastia de tres horas y media después de su ataque al corazón. La escena está llena de las mejores cualidades de Updike. «El espectro oscuro y mecánicamente preciso del catéter es el gusano de la muerte en su interior. La tecnología impía está jodiendo los tubos húmedos y pulsantes que heredamos del calamar, el coño sin huesos de los mares». La experiencia es profundamente desagradable, «como si su pecho estuviera cociéndose en un microondas. Jesús». Cierra sus ojos unas cuantas veces e intenta rezar, «pero parece una ocasión impropia, hay demasiados elementos del mundo material. Ningún viejo y menudo Dios bíblico se atrevería a interferir». El único consuelo es que su médico es judío, porque Harry tiene «un prejuicio gentil de que los judíos hacen todo un poco mejor que los demás, algo relacionado con todas esas generaciones encorvadas sobre el Talmud y las mesas de relojero, no se distraen tanto como otras religiones, no aspiran a divertirse tanto. Se mantienen apartados del alcohol y la droga y sólo tienen debilidad… por las tías».

Como Bellow, el único equiparable a él en este aspecto, Updike es un maestro de la capacidad de pasar sin esfuerzo de la tercera persona a la primera, de la densidad metafórica de la prosa literaria a lo popular, del detalle específico a la amplia generalización, de lo real a lo sobrenatural, de lo terrorífico a lo cómico. Para lograr sus propósitos, Updike inventó un estilo de narración, un intenso tiempo presente, un estilo indirecto libre, que puede saltar, cuando quiere, a la imagen de Harry desde la perspectiva de Dios, o a la visión de su sufrida esposa, Janice, o su hijo tan injustamente tratado, Nelson. Esta maquinaria cuidadosamente elaborada permite plantear hipótesis de teoría evolutiva, que son más de Updike que de Harry, y generalizaciones cómicas sobre los judíos, que son más de Harry que de Updike.

Todo esto es una de las cualidades fundamentales de la tetralogía. Updike dijo en una ocasión que los libros de Conejo eran un ejercicio de punto de vista. Fue una afirmación típicamente humilde, pero que contenía algo de verdad. La educación de Harry llega sólo hasta el bachillerato, y sus ideas están limitadas además por una serie de prejuicios y un espíritu terco y combativo, y, sin embargo, sirve de vehículo para una meditación de medio millón de palabras sobre las ansiedades, los fracasos y la prosperidad de Estados Unidos en la posguerra. Había que idear un modo de hacer eso posible, y eso significaba forzar los límites del realismo. En una novela como ésta, insistía Updike, hay que ser generoso y otorgar elocuencia a los personajes, «y no reducirlos al que uno crea que es su tamaño adecuado». También tenía claro que todos percibimos más de lo que podemos expresar con palabras, y nunca olvidaba el ejemplo de Joyce y su «gran intento de capturar cómo recorremos la vida».

Los tres libros de Bech, que Updike siempre agrupaba con sus relatos cortos, poseen títulos aliterativos, como la tetralogía, y hoy se leen como una trilogía de un talento cómico peculiar. Henry Bech es un escritor estadounidense, judío, cuya carrera asciende, entra en una decadencia horrible y vuelve a ascender hasta alcanzar el Premio Nobel que su creador nunca recibió. En uno de los últimos episodios, Bech Noir, Henry decide -cosa bastante poco creíble- asesinar a los críticos que le han ofendido a lo largo de su vida. Un sobre envenenado dirigido al propio remitente y un discreto empujón en un andén abarrotado de metro sirven para deshacerse de dos de ellos con facilidad. Para acabar con otro, Bech se disfraza con capa y máscara, se arma de una pistola con silenciador, sube por una escalera de incendios con su cómplice, su amante actual, vestida con una malla, y se dispone a matar a Orlando Cohen, un anciano que sufre enfisema, cuya casta ambición era ser «el adjudicador supremo» de la literatura norteamericana y que se había «negado a otorgar a Bech un hueco, ni siquiera pequeño, en el canon».

Encuentran a un Cohen flaco y débil, con una máscara de oxígeno y un volumen de los Escritos selectos de Walter Benjamin en el regazo. Es una escena de alta comedia y de comedia negra, pero eso no impide que el crítico, minutos antes de morir, muestre su duro desprecio por la obra de Bech porque no ha sabido comprender América. Bech no ha sabido entender que su naturaleza fundamental es protestante. Los primeros colonos pensaron que el Espíritu Santo les había enviado a una tierra prometida. Respirando con gran esfuerzo, Cohen pronuncia: «El Espíritu Santo… ¿quién demonios es? Una paloma, nada más

… pero esa condenada fe… Bech

… cuando se apaga… deja un punto muerto. Lo quieras o no… un punto muerto. Ahí es donde está América

… en ese punto muerto».

Bech no supo encontrar ese punto, pero su creador lo había convertido en su tema fundamental hacía mucho tiempo. El punto muerto era el barrio deprimido y arruinado de La versión de Roger, un paisaje deteriorado por el que un profesor de teología da un paseo de 30 páginas, una de las mejores situaciones de toda su obra; el punto muerto era el centro sombrío de decenas de novelas y relatos, estaba en las carreteras, en los centros comerciales, los niños teleadictos, la comida basura, las inmensas zonas residenciales de las afueras con sus intrigas despiadadas y su búsqueda del éxtasis en relaciones impacientes y esperanzadas, los complicados divorcios y los hijos perjudicados, la separación racial, la turbia política filtrada a través de las pantallas de televisión, la confusión nacional cuando la industria entró en decadencia y los japoneses llegaron con sus coches más baratos.

Ese punto muerto se explora y se palpa en la omnipresente metafísica, el sentimiento religioso frustrado, o en momentos en los que un burgués desnaturalizado mira hacia arriba, más allá de los postes y los cables de telégrafo, y se da cuenta de que la primavera está a punto de llegar, y experimenta una sacudida de entusiasmo que queda rápidamente apagada; o cuando Harry Angstrom, mientras espera su servicio en un partido de tenis entre amigos, piensa en el número creciente de muertos en su vida y siente camaradería respecto a sus amigos y afecto por las copas de los árboles que lo rodean, pero no sabe el nombre de ningún árbol, nunca lee un libro, no sabe nada y tiene la sensación de que su vida está gastada.

En Updike, siempre hay un toque de comedia o travesura en esos momentos de derechos frustrados. Un gran escritor no puede evitar mostrarnos que existe algo extrañamente cómico o gracioso en una frase perfecta; el análisis preciso de un momento humano va acompañado de generosidad y cariño, y suscita una sonrisa de reconocimiento. Un bebé se hace un «tirabuzón» en brazos de su padre; unos recién casados parecen «cuidarse a sí mismos, como gladiolos»; cuando las avalanchas de caos social de los sesenta invaden el hogar marital de Harry y la casa se llena de visitantes inesperados y, en plena noche, tiene que hacer el amor con su nueva amante en silencio, Updike hace notar que «las habitaciones son cuadrantes de un corazón susurrante», una observación dulcemente añadida que encuentra su expresión en un pentámetro yámbico.

La obra de Updike es tan vasta, tan variada y tan rica, que tardaremos años en captar toda su medida. Hemos pasado tanto tiempo, todas nuestras vidas, esperando su nueva novela, o relato, o ensayo, que no parece posible que este río de invenciones se haya detenido de pronto. Estamos verdaderamente desconsolados por el hecho de que este hombre reticente y amable, de feroz ética de trabajo y facilidad sobrehumana, no vaya a escribir más para nosotros. Era un hombre muy privado, culto, generoso, educado, el tipo de persona que podía pedir perdón por responder a una carta a vuelta de correo porque era la única forma de mantener su mesa despejada.

Al contrario de lo que podría indicar su obra, en la vida real, John Updike estaba totalmente dedicado a su enorme familia, repartida en varias generaciones, así que, por qué no dejar que sea uno de sus personajes más jóvenes el que se despida en su nombre. Cuando Henry Bech sube al estrado en Estocolmo para pronunciar su discurso de aceptación del Nobel lleva en brazos, apoyada en su cadera, a su hija de un año. La niña se retuerce con impaciencia durante el discurso y, cuando ve que por fin ha terminado, agarra el micrófono «con los dedos medio cerrados y llenos de babas, como si quisiera arrancar la gruesa bola de metal». Bech siente el calor de su cabecita, inhala «el aroma a polvos de talco de su cuero cabelludo… Entonces, ella levantó la mano derecha, a la vista de todos, e hizo ese suave abrir y cerrar de dedos que significa adiós». –

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. The widows of Eastwick. John Updike. Knopf, 2008. 320 páginas. Tusquets publicará el libro en español y Bromera en catalán.