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In Memoriam

José Ayala Espino

Instituciones para la Reforma del Estado.

Reseña del Libro Instituciones para mejorar el desarrollo.

Un nuevo pacto social para el crecimiento y el bienestar

 De José Ayala Espino (Q.E.P.D.)

*Federico Novelo Urdanivia

Para Denisse

Al leer cada una de las 407 páginas del libro póstumo de Pepe Ayala (hay otras 33, ¡de bibliografía!), resulta inevitable la evocación de los últimos meses de vida del entrañable amigo ido, así como de las actitudes que mostró en, al menos, tres ámbitos: el de la inminencia de la muerte que, en un comienzo, le llevó a buscar remedios hasta donde la ciencia médica convencional no se atreve y, como en el Macario de B. Traven, le ayudó a moverle la cama a la muerte hasta que la macabra métrica del cáncer se convirtió en evidencia creciente e indiscutible, para conducirlo, después de toda una vida de orden, a poner orden y resignación ante la muerte; en el ámbito familiar y de los amigos, Pepe se dedicó a reconfortar a quienes pretendíamos reconfortarlo, mostrando una entereza y presencia de ánimo que, para mí al menos, eran y aun son envidiables; el tercer espacio lo constituyó el de su producción intelectual, también terminal, que se cerró con un par de significativos libros: Fundamentos institucionales del mercado, que editó su siempre amada, y no siempre leal, Facultad de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México y el que se reseña en este espacio. En un principio, ambos conformaban un sólo y enorme texto; como quiera que sea, Pepe conoció la primera edición del primero, actualizó su clásico Estado y desarrollo, cuya segunda versión también editó la FEUNAM y murió con el conocimiento cierto que el último sería, como lo fue, editado por el Fondo de Cultura Económica, la casa editorial en la que todos queremos publicar y que, con éste, edita el tercer libro de Pepe. Entremos en materia.

La hipótesis del libro es la de responder hacia dónde se debe orientar el fortalecimiento de las capacidades institucionales y para qué. Estado de derecho, descentralización de gasto público y de las competencias tributarias, entre otras, promoción de la competencia como remedio a la densa capa de corrupción y como mejor vía para el establecimiento y desarrollo de mercados diversos, y política social que logre la igualdad de todo tipo de oportunidades entre los mexicanos conforman los espacios para ejercer tales capacidades, bajo el principio que sugiere una inacabada reforma del Estado y una necesaria complementariedad de éste con el surgimiento y operación de los mercados.

 El plan del libro.

 En la Introducción (capítulo I) se reflexiona sobre el agotamiento del actual y la necesidad de un nuevo arreglo institucional; en el capítulo II se ofrecen evidencias del costo alternativo de no promover el nuevo arreglo; el capítulo III recorre la historia de instituciones y desarrollo en México; el capítulo IV nos recuerda, con el Informe 1997 del Banco Mundial, que “… un buen gobierno es un artículo de primera necesidad”; el capítulo V hace depender a la disponibilidad de un Estado de derecho creíble de la profunda reforma del Poder Judicial; el capítulo VI aborda el candente tema de la reforma fiscal; el capítulo VII se destina al relevante tema de la descentralización; el capítulo VIII trata sobre la institucionalidad necesaria para impulsar la competencia; el capítulo IX se destina a recorrer el páramo de la intermediación financiera, mientras que el capítulo X se refiere, en particular, a la banca de fomento; el capítulo XI trata sobre los mecanismos plausibles y posibles de mejora para el desempeño industrial, y el capítulo XII, el último, se dedica a proponer reformas institucionales para el desarrollo rural. En presencia de muy significativas hipótesis, se echa de menos un cuerpo de conclusiones que, sin duda, el mismo Pepe juzgaría pertinente; también se extraña, como en otros trabajos de nuestro autor en los que los editores buscaron imprudentes economías, un índice onomástico que siempre favorece la consulta. Esto no demerita, por supuesto, el impecable trabajo de Leonardo Lomelì, Javier Núñez y Alberto Velázquez, tres entrañables amigos de Pepe que se aplicaron a la tarea revisar el texto, con el resultado –que siempre se agradece- de lograr una redacción clara y amena.

En general, y en implícito reconocimiento al origen común de los mejores institucionalistas económicos, el de historiadores, Pepe recorre una historia económica mexicana que, ¿hay que repetirlo?, conocía  clara y profundamente; pero ahora lo hace armado de las esclarecedoras anteojeras del institucionalismo económico, esa teoría positiva que, de tiempo atrás, se le convirtió en pasión inocultable y que le ayuda notablemente a descifrar las fortalezas y debilidades de los acuerdos del tiempo, esperemos irreversiblemente ido, del autoritarismo posrevolucionario y las que acompañan al reformismo que arrancó hace poco más de veinte años. Reformas numerosas y fallidas que multiplican exponencialmente a los pobres, profundizan la desigualdad, no resuelven en lo esencial los viejos problemas y ponen en escena un inquietante cuerpo de muchos nuevos.

Para el anterior y el ya no tan nuevo escenarios, Pepe propone los referentes clave de la prosperidad (Estado de derecho, derechos individuales –significativamente, los de propiedad-, obligación inexcusable en el cumplimiento de los contratos y depredación cero) y conduce sus indagaciones a poner en tensión aquellos momentos y nueve instancias, para preguntarse y contestarnos sobre la existencia, simulación, eficiencia, redundancia, suficiencia, pobreza y calidad de nuestras instituciones. Tres apuntes fundamentales guían las reflexiones de mayor fuerza, en el libro que se comenta:

-La primera, propuesta por J. A. Aguilar, es aquella que nos recuerda que: “…mientras en los Estados Unidos las leyes son normas, en México son aspiraciones”; la idea peregrina que, a lo largo de la historia, nos ha llevado a establecer leyes incumplibles, si acaso socialmente deseables, no hace sino vulnerar a la propia ley;

–  La segunda, de la cosecha del propio Pepe, establece que el problema más significativo de los viejos pactos consistió en no hacer diferencia entre las reglas del juego y los jugadores: “Cuando se confunden las reglas del juego con los jugadores ocurre un hecho relevante: la ley no se puede aplicar por encima de los intereses particulares, sino a favor de unos cuantos”; El sistema de privilegios, sobre el que advirtió A. Molina Enríquez, se vio honrado por el carácter excluyente de aquellos añejos acuerdos, en muchos casos convertidos en ley, y

–  La caótica relación entre las instituciones informales y las formales. Pepe nos recuerda, como si hiciera falta, que el legislador puede crear leyes de la noche a la mañana, mientras los “hábitos del corazón”, las tradiciones, requieren de largos períodos y gran activismo educativo para modificarse. Aquí, las viejas y las nuevas instituciones cojean de la misma pata: carecen del más elemental consenso y recogen poco y mal, cuando lo hacen, las opiniones generales. El daño suplementario de esta contradicción radica en la tendencia a colocar la negociación en el lugar que debiera ocupar la obligación de cumplir con la ley.

El Estado.

En el desarrollo de los temas específicos, sin perder nunca de vista a la historia, el asunto relativo al buen gobierno se aborda con impecable precisión, por cuanto ya es ampliamente reconocida la inviabilidad del desarrollo sin Estado. Recordemos, con T. Hobbes que: “Sin un Estado fuerte, la vida es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”; además de la fuerza coercitiva, la presencia de lo que Mancur Olson denomina “intereses inclusivos”, y la prenda fundamental de la seguridad, el Estado deberá proporcionar certidumbre y, así, ganar confianza: “Un gobierno predecible es un gobierno confiable”, como nos recordaba Pepe en su penúltimo texto y como sugirió F. Hayek en su Camino a la servidumbre que, por cierto, no incluyó nuestro autor en sus reflexiones. El buen gobierno habrá de añadir a estas tareas el acceso de los agentes a la más completa información económica, la promoción y regulación de mercados que, en el marco de la formalidad, requieran transacciones a distancia y no inmediatas, cambio técnico, intermediación financiera, servicios post venta y contratos, con el objetivo único de hacer cumplir las normas y los contratos a todos los agentes involucrados. Suplementariamente, el gobierno buscará una eficiencia de corte gerencial, que le proporcionará mejores argumentos a la hora de cumplir con otra obligación fundamental: la de rendir cuentas a los gobernados.

El Estado de derecho.

El orden republicano, con tres poderes soberanos y autónomos, hasta hace muy poco tiempo era una ficción en la realidad mexicana, por cuanto mostraba una amplia brecha entre ella y la formalidad supuestamente normativa; muy a pesar del activo reformismo en la materia, son notables las debilidades presupuestarias del Poder Judicial, así como la recurrencia de eventos protagonizados por jueces que evidencian la colusión y se convierten en vigorosas fuentes de corrupción. Ese poder no es ajeno a la anemia de incentivos para mejor hacer cumplir la ley, que es visible en numerosos ámbitos de nuestra vida pública, y su vulnerabilidad tiene un efecto directo sobre la simulación –peor que la inexistencia- del Estado de derecho.

La reforma fiscal.

El análisis que realiza Pepe de nuestra penuria fiscal, arranca con el repaso de las ineficiencias recaudatorias, tanto de los impuestos directos como de los indirectos, y alude al hinchado cuerpo de intereses a favor de la no reforma, desde agentes rentistas y políticos oportunistas, hasta las tradicionales clientelas de partidos y organizaciones sociales. Un amplio espacio de las reflexiones abarca el asunto relativo a la petrolización de las finanzas públicas y a la vieja historia de posposiciones de la reforma fiscal, desde la propuesta de N. Kaldor a A. Ortiz Mena, al despuntar los años sesenta del siglo pasado, hasta las opciones –siempre ineficientes y de temporalidad cercanamente finita- de endeudamiento interno y externo, de petrolización y de privatizaciones, hechas en todos los casos de la peor manera y sin los marcos normativos necesarios; el abc de las privatizaciones, que sugiere:

– No rematar los activos públicos;

– No poner tales activos en manos menos aptas que las públicas;

– No favorecer la constitución de monopolios, que castigan considerablemente a los consumidores, con los activos privatizados, y

– No permitir la reducción de la calidad y/o la elevación de los precios y tarifas de los bienes y servicios privatizados, resultó claramente ignorado por los gobiernos que hemos padecido de 1982 hasta la fecha, para los que las privatizaciones han representado un objetivo y no un medio, y las evidencias y ejemplos de tales despropósitos son ofrecidos por Pepe con la generosidad que acostumbraba. Baste mencionar que, en el año 2000, un pasaje aéreo de la ciudad de México a la de Morelia –por las líneas que monopolizan el 97 % de los vuelos nacionales- era 10 % menor que el correspondiente a la ciudad de París, por las empresas internacionales que se desempeñan en un ambiente de competencia; por lo que hace al paquete de servicios telefónicos, padecemos un precio 44 % mayor que el promedio de los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), y seis veces más alto que el de Corea del Sur, líder mundial en la eficiencia respectiva.

El círculo vicioso, en el que opera nuestro drama fiscal, tiene una mecánica que no sólo muestra nuestro problema de corrupción más significativo, la desigualdad económica y social, sino las enormes dificultades que acompañan a cualquier propósito reformista. Los pobres que, al tiempo que no pagan impuestos, no reciben bienes públicos merecedores del nombre; los ricos que eluden obligaciones fiscales y tienden a proveerse de bienes privados y unas capas medias sobre gravadas y receptoras de bienes públicos de calidad menguada y menguante, son los protagonistas de ese círculo ominoso, que sólo podrá romperse con una consistente reforma institucional.

En este tema, nuestro autor pone en tensión las alternativas de la modernización tributaria contra el pacto fiscal, de cuño cepalino, y se adscribe al segundo, con el que sugiere la práctica duplicación de los ingresos fiscales, mientras supone un débil crecimiento, cercano a 3 % del PIB, en las mejores condiciones de la primera. La reflexión relativa a la conveniencia de establecer preferentemente impuestos indirectos al consumo, a pesar de su carácter regresivo, es impulsada por Pepe, a partir de las siguientes consideraciones:

– La imposición indirecta al consumo es una alternativa preferente en el ambiente internacional;

– Su recaudación es considerablemente más sencilla que la que corresponde a los impuestos directos;

– No distorsiona los costos de producción y, por lo tanto, no atenta en contra de la competitividad de los productores nacionales, y

-Su carácter indiscutiblemente regresivo en la tributación puede atemperarse en el gasto.

El federalismo.

La larga historia de luchas entre federalistas y centralistas se resolvió de la peor manera, con el establecimiento de la contradictoria y duradera figura del federalismo centralista que, como una suerte de mal necesario para el fortalecimiento de la nación y su integración política y económica, se asentó en México. La descentralización, especialmente de competencias y no sólo de gasto público, es un propósito que va de la mano de las aspiraciones democráticas. Como en buena parte de los otros ámbitos analizados, Pepe examina la considerable distancia entre la formalidad del federalismo y su triste realidad, por lo que el propósito de una reforma radical, pospuesto reiteradamente, toma un nuevo impulso y reivindica su pertinencia, con la reciente disponibilidad de un ambiente democrático en el país.

La descentralización propuesta, al tiempo que fortalece a los gobiernos locales, no es contraria a una eficiente coordinación entre los tres órdenes de gobierno; la idea central, profundamente democratizadora, es la de otorgar muy significativas facultades políticas, fiscales y territoriales a los gobiernos de mayor cercanía con los gobernados, tanto para democratizar el proceso de toma de decisiones cuanto para rendir cuentas detalladas de la gestión. De otro lado, la incorporación de índices de privación, y la atemperación de los demográficos y los de eficiencia recaudatoria, en la fórmula de asignaciones federales, favorece un proceso de reducción de la desigualdad regional que, por supuesto, es ya un objetivo de nuestro federalismo formal. Pepe nos dice cómo lograrlo.

La competencia.

El viejo esquema de crecimiento, en la combinación de economía mixta y pactos corporativos, privilegió la existencia y apología de formas notablemente imperfectas de mercado, con monopolios públicos que, en el discurso y la ideología oficiales, se presentaban como logros fundamentales del desarrollo nacional. Las dificultades que enfrenta una incipiente cultura de la competencia se agrandan con la actual carencia de brújula oficial y la edificación de “nuevas” apologías de los monopolios estatales, ahora por cuenta de los dos más importantes partidos de oposición.

Pagar unas de las gasolinas más caras del mundo o sufrir notables ineficiencias en el suministro de energía eléctrica, son acontecimientos que parecen afectar a los consumidores en grado menor que el fortalecimiento de un peculiar orgullo nacionalista, expresado en la veneración de monopolios públicos que, además, cocinan en su interior pecados de corrupción de los gordos. Como quiera que sea, el actual ambiente globalizado y globalizador, anclado en una competencia de mercados desregulados, mueve a promover la difusión de la cultura de la competencia que, paradójicamente y de acuerdo con las indagaciones de  nuestro autor, en 1857 contó, en la Constitución mexicana, con la primera norma a su favor, ¡en todo el mundo!

La prolongada ausencia de la ley reglamentaria del añoso e insuficiente artículo 28 de la Constitución actual, y la más que tardía creación de comisiones federales que, además de su debilidad presupuestaria e institucional, traslapan parte significativa de sus funciones, son los más sólidos argumentos para iniciar una vigorosa reforma institucional sobre el tema.

La banca.

Con un quebranto de notable profundidad, y más notables efectos en todo el sistema económico, con un salvamento oficial que es un verdadero monumento a la afición gubernamental por socializar las pérdidas, con un impuesto negro derivado de incorporar el salvamento al ya abigarrado cuerpo del endeudamiento público interno, del que ningún incremento en el ingreso fiscal se salvará de sensibles disminuciones en su metamorfosis a gasto y con una incapacidad de los actuales banqueros, beneficiarios de una costosa privatización y que mueve más a compasión que a reclamo, la intermediación financiera padece una de las más serias y trascendentes crisis, en muy buena medida atribuible a una privatización que puso en manos de bolsistas guiados por expectativas de muy corto plazo, a los 18 bancos que, por su propia naturaleza, requieren brújulas de otra dimensión temporal.

Si a toda esta circunstancia se suman las prácticas corruptas de muchos banqueros y la casi venerada cultura del no pago, por parte de numerosos deudores, el panorama no podía ser más desolador. En el recuento de errores y omisiones, destacadamente la ausencia de regulaciones claras y eficaces, y en la revisión de un marco normativo que es confuso y lleva a recurrentes duplicaciones de las funciones de fiscalización y regulación, Pepe encuentra los principales referentes para una profunda reforma institucional del sector, destacando la interesante figura de la regulación prudencial y el establecimiento de técnicas de auditación y supervisión modernas y sintonizadas con el ámbito internacional. Suplementariamente, propone mayor rigor en la evaluación de la rentabilidad de proyectos de inversión y en el análisis de recuperación de los créditos, para la que existen complejidades legales y temporales extraordinarias.

La banca de desarrollo.

Si la rentabilidad económica es la brújula exclusiva de la banca comercial, la rentabilidad social (con precios sociales de salarios, tasas de interés y de cambio y dotación oportuna, suficiente y de calidad de los bienes públicos) y el logro de los más importantes propósitos de una política económica expansiva, son los que corresponden a la banca de desarrollo, en cooperación y no en competencia con la comercial.

Con reformas inacabadas y contradictorias, con una tradición de gestión burocrática, amañada, ineficiente y no despojada de prácticas discrecionales y, en muchos casos, corruptas, la banca de fomento encierra enormes potencialidades en el proceso de crecimiento económico y en muchos países prósperos es una de las variables explicativas del éxito. En el auge reformista que se ha aplicado sobre esta banca, la supresión de su primer piso pareciera conformar un acierto; sin embargo, las nuevas normas establecidas adolecen de falta de claridad, son numerosas en exceso y tienden a limitar más que a favorecer el desarrollo de sus operaciones. Siendo distinta en sus propósitos a la comercial, en opinión de nuestro autor la banca de desarrollo requiere reformas institucionales muy parecidas a las que se proponen para aquella.

La industria.

Siendo la prenda más estimada de los viejos acuerdos, sobre protegida, ineficiente y beneficiaria de restricciones presupuestarias tan blandas como las que han estado presentes en la banca de fomento, la industria conformó el más relevante objetivo oficial de todo el período sustitutivo de importaciones y en su subsector exportador, muy a pesar de la crisis de la economía estadounidense, recibe los mayores reconocimientos de los gobiernos recientes. Es un sector que, en un plazo relativamente breve, pasó de un abigarrado cuerpo de políticas públicas a la reciente y peregrina decisión gubernamental en la que la política industrial consiste en no tener política, sin que ello signifique la ausencia de instancias públicas en su funcionamiento, con tareas diversas, duplicadas, contradictorias y dramáticamente ineficientes.

Es un espacio donde la destrucción de cadenas productivas es visible y grande, donde el dinamismo exportador, en la mayoría de los casos, depende de un papel muy significativo de las importaciones temporales, donde se padece de una desigualdad impresionante entre las escasas grandes empresas y las muy numerosas pequeñas y micro, con efectos altamente diferenciados en generación de empleos, en consumidores productivos y finales, en acceso al cambio técnico, al crédito y a los mercados de mayor dinamismo. Sufre de una gestión oficial múltiple y contradictoria y depende, en su subsector dinámico, del mercado externo, al que acude una competencia inquietante y vigorosa que, para el caso de la producción china, se torna verdaderamente amenazante.

Surgida para atender exclusivamente al mercado interno, es víctima de una miopía oficial que entre ese y el externo contempla más competencia que complementariedad, y ha optado por el segundo, con lo que la vulnerabilidad de todo el sector se promueve por partida doble: para el sector tradicional, por el castigo deliberado al mercado interno; para el dinámico, por la exposición a otros competidores y por el peso extraordinario del ciclo económico mundial, al que se ha sometido, también, al remedo de política económica que se nos ofrece prácticamente sin rubor.

La reforma institucional, en este caso, es urgente y radical; requiere del establecimiento de una nueva política sectorial y de una normatividad simple, clara y eficiente. La lectura del capítulo correspondiente facilita el conocimiento y la secuencia de la agenda de reformas puntuales.

El campo.

Decía Octavio Paz que la fuente de nuestras tradiciones es más indígena que española y mucho más rural que urbana. El campo reúne la mayor riqueza de nuestra diversidad cultural y, por muchos años, cumplió una compleja tríada de tareas fundamentales: una oferta de alimentos suficiente y barata, materias primas abundantes y baratas para la industria y captación de divisas, vía exportación, para financiar las importaciones que la industria siempre requiere. Transfirió capital al resto de la economía mediante los instrumentos bancarios, fiscales y de precios y cumplió con la tarea de transferir fuerza de trabajo para las actividades urbanas; en el desempeño de esas funciones y en el marco de una dualidad productiva invencible, el agotamiento del medio rural se acabó haciendo visible al despunte de los años setenta del siglo XX y su exposición a la competencia internacional arroja un saldo de muy pocos ganadores y muy gruesas filas de perdedores.

Los acuerdos corporativos, en deliberada sustitución de los derechos individuales, la atomización de la estructura agraria, con un minifundismo incapaz de acceder a los insumos y ventajas que derivan de las economías de escala y un prolongado tutelaje gubernamental que convirtió en nada la soberanía de productores y les impidió tomar las decisiones fundamentales (qué, cómo, cuánto y para quién producir), no son datos menores a la hora de buscar a las variables explicativas de la crisis del sector.

La incertidumbre sobre los derechos de propiedad, la falta de acceso al crédito, a los mejores insumos, a precios capaces de incentivar la producción, al aseguramiento y a los, ahora juzgados y condenados, subsidios, también desempeñaron su propio e inquietante papel, sin menoscabo de una burocracia incapaz, entrometida y corrupta que históricamente ha mediado y medrado entre los productores y las agencias gubernamentales.

La posposición de la reforma, vale la pena advertirlo, puede representar mucho más que costos materiales y llevarnos a una ingobernable inestabilidad, también social. Las reformas recientes, sin consenso ni suficiencia, resolvieron poco y mal la compleja situación. Percibir al campo como componente de un todo, no sólo económico, nacional, definir y proteger derechos de propiedad, ampliar el espectro de derechos individuales, incentivar la compactación agraria, impulsar las economías de escala y reanimar todo el circuito financiero, son parte esencial de las propuestas institucionales de José Ayala Espino para el sufrido sector y la doliente humanidad que en él malvive.

Conclusión.

La invitación de mi querida amiga Denisse, la compañera de Pepe por toda una vida, a elaborar la presente reseña, es un honor extraordinario; espero haberme esforzado como la circunstancia, que es la del último libro de un gran amigo y de un extraordinario académico, lo exige. El lector y, muy especialmente, esa lectora, juzgarán. Por mi parte, no puedo sino agradecer la trascendente distinción. Gracias.

*Profesor de la UAM Xochimilco.

Instituciones y Economía 

Pepe Ayala y Mancur Olson

Federico Novelo U.

Entre los años 2000 y 2001, quienes trabajamos en el departamento de producción económica de la UAM Xochimilco tuvimos el honor de contar con José Ayala Espino, en calidad de profesor invitado durante su año sabático en la FEUNAM. Entre otras actividades a desarrollar, el entrañable Pepe propuso celebrar un par de seminarios, con sesiones semanales, para los profesores interesados del departamento. El primero de ellos estuvo destinado a precisar los grandes referentes del neo institucionalismo económico, con apoyo en el texto del propio José, recién editado entonces por el Fondo de Cultura Económica; fue una experiencia, como suele suceder en estos casos, aprovechada de manera desigual y poco combinada, pero muy provechosa en términos generales. Una notable inercia en el dominio y enseñanza reiterada de la economía convencional, en unos casos, y la tradición dogmática del enfoque marxista, en otros, aparecían como barreras considerables en la disposición a explicarse, mucho menos a comprender, como Max Weber definió al más elevado nivel del entendimiento, aquella no tan nueva luz que, en la clasificación de ciertos autores, arranca con las aportaciones de ese bardo del salvajismo que fue Thorstein Veblen, a partir de su célebre Teoría de la clase ociosa.

El segundo seminario, con casi el mismo auditorio participante, estuvo destinado a analizar la obra póstuma de Mancur Olson, Power and Prosperity. Outgrowing Communist and Capitalist Dictatorships, publicada apenas en el año 2000 por Basic Books y muy oportunamente traducida al español durante el 2001 por Siglo XXI de España Editores. Con fundadas razones, ese texto había cautivado al hoy desaparecido Pepe, por cuanto aportaba una nueva interpretación del surgimiento del Estado, porque hacía visible el vínculo entre política y economía que la parcelación de las ciencias sociales en disciplinas ignora reiterada y deliberadamente, porque ponía en su sitio al injustamente sobreestimado Teorema de Coase, porque facilitaba la interpretación del Dilema del prisionero y de sus limitaciones para explicar la acción colectiva, porque hacía uso de la versión neoclásica del agente económico (maximizador de beneficios y minimizador de costos) para explicar el problema del gorrón, porque ofrecía una interpretación novedosa y audaz de las fortalezas y debilidades del absurdo sistema económico soviético, porque establecía la relación entre el intervencionismo económico del Estado que se opone al mercado como la fuente de la colusión y, en último término, de la corrupción, porque abordaba las variables explicativas de la prosperidad que siguió al derrumbe de las dictaduras de derecha y las de la penuria que reina en donde se han evaporado las de inspiración soviética, porque estableció el peso incontrolable de los mercados ubicuos, y porque, en fin, logró definir la institucionalidad necesaria para hacer emerger a los mercados no-auto cumplidos, distantes, con requerimientos de cambio técnico, créditos y contratos. Entre las muchas cosas trascendentes que debo al querido José Ayala, aprovecharé este espacio para incluir el conocimiento de Mancur Olson, de su obra y de la indiscutible pertinencia de sus aportaciones, en el incierto rumbo por el que hoy transita la globalización.

La celebridad de Olson arranca con la publicación de su tesis doctoral, durante los años sesenta, que en aquel entonces se juzgó como uno de los más importantes textos en ciencias sociales de todo el siglo pasado. A lo largo de su asombrosa producción intelectual, las investigaciones empíricas validan la idea consistente en que la búsqueda del bienestar social habrá de expresarse en una inversión en bienes públicos que llegará hasta el punto en el que el costo social marginal de dichos bienes se iguale con los beneficios sociales marginales, en la más completa lógica neoclásica. Olson vuelve a ocupar una relevancia considerable al momento de acompañar a Douglas North en la asesoría al entonces Primer Economista del Banco Mundial, Joseph Stiglitz, durante una profunda, aunque breve, reforma en la percepción que ese organismo tuvo de la situación económica internacional, particularmente visible en el Informe sobre el Desarrollo de 1997, cuyo sugerente título fue: El Estado en un mundo en cambio, del que un más que atendible crítico de la globalización resalta la siguiente declaración: “Desde luego, el desarrollo dominado por el Estado ha fracasado. Pero también ha fracasado el desarrollo sin Estado […]. La historia ha demostrado repetidamente que el buen gobierno no es un lujo sino una necesidad vital. Sin un Estado eficaz, el desarrollo sostenible, tanto económico, como social, es imposible”. De aquellas percepciones, en las que, como veremos, no es menor la contribución de Olson, se origina buena parte de las razones esgrimidas por Stiglitz en su más reciente texto. Conozcamos, entonces, la densa aportación de Mancur Olson o, al menos, la que se hace visible en Poder y Prosperidad, bajo el entendido de que se trata de uno de los muy pocos santos laicos a los que Pepe Ayala rindió tributo.

La advertencia inicial del autor, lo que origina y otorga forma a este texto, es el intento de responder a un par de relevantes preguntas, de enorme actualidad: ¿Qué es lo que hace que algunas economías de mercado sean ricas mientras que otras son pobres? ¿Qué políticas e instituciones necesita un país para pasar de una economía de mercado de buhoneros y bazares a una capaz de generar abundantes riquezas? El libro se destina, a partir de una aportación teórica rigurosa, a explicar porqué existe mercado en casi todo tipo de sociedades y riqueza en muy pocas.

En el crepúsculo del estado de naturaleza, de la anarquía que tan bien describió Hobbes, hubo un espécimen protagónico: el bandido errante, cuyos intereses estrechos, inmediatos y excluyentes le impedían mostrar el menor compadecimiento por sus víctimas. Tomar de ellas patrimonio y vida correspondía a la medida exacta de sus apetitos, sin consecuencias ni remordimientos. Ya sea por el efecto que los gastos crecientes en seguridad tenían en una producción menguante de las comunidades así victimadas, ya por el poder diferenciado entre grupos de bandidos errantes, ya por ambas cosas, el proceso histórico que refiere Olson es el de la paulatina modificación de algunos bandidos errantes que arriban a la trascendente figura del bandido estacionario, aquel delincuente lo suficientemente fuerte para ofrecer protección a sus víctimas, especialmente frente a otros bandidos, y lo suficientemente talentoso para imponer un cobro, un robo legal, por el inapreciable bien de la seguridad; el origen del autócrata y, más significativamente, del impuesto. Al paso del tiempo, y bajo la lógica que convertía al bienestar de sus súbditos en variable explicativa del beneficio propio, el autócrata decide regresar una parte de los impuestos a la comunidad, en forma de bienes públicos, restringidos a aquellos útiles para la producción, para incrementar el ingreso privado y, con él, la base gravable que garantizaría su propia fortaleza. En este prolongado proceso histórico se transita de la anarquía a las primeras formas de Estado y, simultáneamente, del reino de los intereses excluyentes al origen de lo que Olson denomina los intereses inclusivos, los que llegarían, en las más presentables democracias, a convertirse en super inclusivos.

Olson continúa su exposición aludiendo al papel de la dimensión temporal en la construcción de las más adecuadas condiciones para la inversión a largo plazo, aquella sobre cuyo ejercicio se construyen las mejores posibilidades de incrementar el ingreso de la comunidad. La existencia de un bandido estacionario con intereses inclusivos, capaz de formalizar ciertos derechos individuales, incluidos los de propiedad, garantizaba la estabilidad suficiente para incentivar la inversión a largo plazo, a la luz de los cálculos del propio autócrata y a la de los que realizaban los potenciales inversionistas. Un autócrata de corta duración, conciente de los riesgos de ser desplazado por adversarios o secuaces ambiciosos, no tendría mejores incentivos que los del bandido errante y presumiblemente se abandonaría al robo y al ejercicio de un interés excluyente y de muy corto plazo, sin promover ninguna mejoría en las condiciones de los gobernados; la duración en el poder, entonces, establecía una relación directa con el desarrollo de intereses inclusivos y resultaba altamente apreciado por los súbditos. Entre más corto sea el lapso del autócrata, menos posibilidades de prosperidad material de la comunidad.

Al largo plazo del gobierno, le acompañan las virtudes suplementarias de la estabilidad impositiva y cambiaria, de la sofisticación de la oferta de bienes públicos, del cumplimiento obligatorio de los contratos y de la centralidad del bien común; en contrapartida, la indefinición del tiempo de vida del autócrata y la incertidumbre sobre su propia sucesión, fueron elementos que históricamente erosionaron la confianza en el hombre fuerte e incentivaron la emergencia de formas de gobierno menos autoritarias, hasta llegar a la democracia. En ella, tempranamente se hacen presentes los signos de la esclerosis, cuyo síntoma más visible se refleja en los comicios y en la menguante decisión ciudadana voluntaria por conocer plataformas partidarias y programas de gobierno, la ignorancia racional; el espacio que ahueca la mayoría es tomado, también tempranamente, por pequeños grupos de interés, mucho más hábiles y organizados para dar cumplimiento a los propósitos de la acción colectiva que expresa sus objetivos.

El no tan amplio espectro de cárteles, monopolios, oligopolios, empresas multinacionales y firmas diversas, desarrollan y ejercen un significativo poder de persuasión sobre los poderes formales, ya para promover curiosos mecanismos de proteccionismo, ya para obtener la emisión de leyes favorables a sus intereses, siempre para conducir a una desganada participación electoral mayoritaria hacia signos partidarios y candidaturas afines a sus objetivos materiales y a la obtención de rentas derivadas de la imperfección de los mercados. En esta parálisis de la vida democrática, tanto a los efectos de deficiencias éticas y políticas, cuanto a los efectos de percibir en este orden una suerte de solución definitiva a la dotación de bienes públicos, no juega un papel menor la percepción convencional del agente económico: egoísta, maximizador de beneficios y minimizador de costos, defensor de intereses inmediatos y excluyentes que tiende a evaporar el optimista panorama ofrecido por el desproporcionadamente calificado como Teorema, de Ronald Coase.

El teorema de Coase “… supone que si los derechos de propiedad están bien definidos, los agentes económicos pueden llegar a arreglos, en el caso de externalidades negativas, sin necesidad de la intervención del Estado, pues los individuos se ven obligados a asumir los costos de esas externalidades. Así, los agentes pueden “ internalizar” los costos de las externalidades y, al mismo tiempo, garantizar un resultado económico más eficiente que el derivado de una intervención del gobierno. El teorema demuestra que si no existen costos de transacción, la distribución de los derechos de propiedad es irrelevante: los propietarios siempre negociarán una solución eficiente” . Para Olson, a pesar de considerar que hay demasiada alegría en llamar teorema a la aportación de Coase, ya que se desarrolla fundamentalmente a través de ejemplos, lo incorpora al listado de posibles teorías alternas a la del bandido estacionario, por cuanto tal aportación aplica la lógica del intercambio mutuamente beneficioso –y la idea de que los costos de transacción limitan tales intercambios- a la teoría aceptada del fracaso del mercado, mostrando así que ésta era defectuosa. Sin embargo, la propia caracterización neoclásica del agente económico, por lo que hace a la afición por minimizar costos, tenderá a colocar al problema del gorrón en el sitio que se había destinado a la transacción mutuamente ventajosa y tal circunstancia habrá de convocar a la presencia coercitiva de la tercera fuerza, el Estado, para hacer obligatorio el cumplimiento del contrato entre las partes.

De esta misma circunstancia, expresada en un desarrollo preferente de la disposición a competir sobre aquella que impulsaría a cooperar, se deriva lo que Olson llama el error frecuente y que conduce a suponer que aun en grupos de dos personas no existen posibilidades de establecer una acción colectiva que arroje un saldo benéfico para ambos; el autor supone que tal error deriva de las particularidades del ejemplo común, constituido por el dilema del prisionero; en él dos individuos cometen un delito de los gordos (asesinar a una persona, por ejemplo) del que sólo ellos son testigos y, en la huída de la escena del crimen, son arrestados por un delito menor (ignorar la señal roja de un semáforo, por ejemplo); la policía sospecha de la responsabilidad de ambos en la comisión del delito mayor, los detiene e incomunica y, a cada uno, ofrece la libertad a cambio de la denuncia del otro. En teoría de juegos, la representación sería la siguiente:

1: A multa y B multa.

2: A libertad y B cárcel.

3: A cárcel y B libertad.

4: A cárcel y B cárcel.

En el cuadrante 1, ambos individuos, si guardan silencio, sólo pagarán la multa por desatender la señal roja del semáforo; en el cuadrante 2, el individuo A quedará en libertad, denunciando al individuo B, mientras éste purgará una condena de 15 años; en el cuadrante 3, el delator y beneficiario será el individuo B, mientras el A purgará la condena, y en el cuadrante 4, ambos individuos, mutuamente delatados, purgarán la condena de 15 años. Jugado en pocas ocasiones, y siempre bajo el supuesto que hace de la racionalidad individual, irracionalidad colectiva, los jugadores caerán reiteradamente en el cuadrante 4, sin asumir que lo que más conviene a ambos corresponde al cuadrante 1. Las particularidades del ejemplo, la comisión del delito que impide la celebración de un contrato en el que las partes se comprometan a guardar silencio y el aislamiento y la incomunicación entre las partes que impide acordar la discreción que a ambos conviene, al no ser las que caracterizan a la actividad normal de los agentes económicos, convierten al dilema del prisionero en un caso límite de muy compleja generalización, aunque no deja de ilustrar la debilidad de la confianza entre integrantes de casi cualquier grupo.

La acción colectiva, bajo esta lógica, enfrenta mayores complicaciones entre más grande sea el grupo que intenta ejercerla, hasta llegar a la esclerosis, cuya más visible representación se encuentra en la ignorancia racional, la indisposición por destinar tiempo y esfuerzo al estudio de las alternativas representadas por los partidos políticos, por las ofertas de gobierno; estudio y esfuerzo que, en su improbable caso, tendrán muy poca, si alguna, influencia sobre el comportamiento de los demás electores.

Olson continúa con la descripción de los incentivos que, en un adecuado Estado de derecho, mueven a los agentes económicos a respetar la ley y, en su caso, a denunciar su incumplimiento. El carácter monopólico que, sobre la violencia, detenta el Estado, define una forma general de disuasión para que los súbditos se abstengan de desafiar esa fuerza, al tiempo que un buen diseño institucional y una aceptable política económica llevan a una aceptación generalizada del orden establecido y crean incentivos para su preservación. Tal estado virtuoso de cosas sólo es documentable en sociedades prósperas y en las que las normas favorecen a los propietarios, en las que la observancia de los contratos es obligatoria y la aplicación de las normas es expedita. Por supuesto, no es el caso de las sociedades poscomunistas ni, mucho menos, de las que se cuentan en el dilatado espacio del llamado Tercer Mundo. Ahí, la intervención del Estado, que suele ser excesiva y contraria a los mensajes del mercado, tiende a provocar la colusión de los agentes y genera incentivos para actuar en contra de la ley y promover formas corruptas de negociación.

Si la acción del Estado se encamina a modificar a alguno, o a ambos, de los dos referentes básicos de la economía convencional, cantidades y precios, de forma contraria al hipotético cruce de las líneas de oferta y demanda, ya para fijar precios distintos a los que resultan del equilibrio de mercado (salarios, por ejemplo) o cantidades producidas mayores a aquellas que son demandadas (alimentos, por ejemplo), los resultados tenderán a resultar adversos al propósito que los origina; de manera tal que, en el primer caso, los salarios establecidos autoritariamente, y por encima del crecimiento de la productividad, producirán mayor desempleo, mientras que ofertas incrementadas, por la acción oficial, por encima de las cantidades demandadas, mediante la revelación de preferencias por la vía del precio, producirán el desabasto. En tales circunstancias, visibles en una equivocada intervención estatal que, además, transfiere recursos de las actividades rentables hacia las que no lo son, los incentivos que se producen resultan contrarios al cumplimiento de los propósitos de la propia intervención, con lo que se ponen en escena, primero, la colusión entre los agentes directamente afectados, e inmediatamente después, y como resultado natural, la corrupción en un espacio aún más amplio, el del más diverso espectro de autoridades. De esta lógica parte el supuesto de que las sociedades de menor prosperidad, antes de tomar la ruta virtuosa de la prosperidad, deberán afrontar a su circunstancia empobrecedora, corrupta y originada por un intervencionismo extraviado.

Olson construye, también, una teoría de las autocracias de tipo soviético. El tema es fundamental en el debate relativo a la forma en la que las sociedades poscomunistas podrían alcanzar la prosperidad y la forma en la que es abordado por el autor no podría resultar más polémica:

Después de numerosas causales de crisis económicas, incluidos los grandes errores leninistas, la Unión Soviética vivió una pavorosa postración material. Los costos de la Primera Guerra Mundial, los de la revolución, los derivados de la Guerra Civil y los originados en una irracional Guerra contra el campo, cuyos saldos deben contabilizarse en hechos como que el Producto Interno Bruto para 1921 era la tercera parte del de 1913, la metalurgia con sus 112 000 toneladas (1920) se encontraba en el nivel del siglo XVIII, el carbón había sido sustituido por la leña, había muerto en Rusia, en esos años, más gente que en toda la Primera Guerra Mundial, en todos los países juntos: 8 % de la población rusa en 1913 y que el proletariado era menos de la mitad que en 1880. Este cúmulo de desgracias, al menos en la interpretación del propio Lenin, podrían establecer el Termidor de la revolución soviética, a menos que se asumiera, como lo hizo Lenin, que: “ Cometimos muchos errores y el crimen mayor sería no reconocer que hemos pasado la medida […] Sufrimos una derrota en el frente económico, una derrota muy dura […] Nuestro intento por pasar inmediatamente al comunismo nos valió una derrota más seria que todas las que sufrimos a manos de Kolchak, Denikin y Pilsudski”. Al terrible efecto de estos problemas internos, debe sumarse una contribución, tan grande como involuntaria, de los constructores del orden mundial derivado de la Conferencia de Versalles, en 1919: “Dos grandes potencias europeas y mundiales, Alemania y la Unión Soviética, fueron eliminadas temporalmente del escenario internacional y además se les negó su existencia como protagonistas independientes. En cuanto uno de esos países volviera a aparecer en escena quedaría en precario un tratado de paz que sólo tenía apoyo de Gran Bretaña y Francia, pues Italia también se sentía descontenta. Y, antes o después, Alemania, Rusia, o ambas, recuperarían su protagonismo. Las pocas posibilidades de paz que existían fueron torpedeadas por la negativa de las potencias vencedoras a permitir la rehabilitación de los vencidos. Es cierto que la represión total de Alemania y la proscripción de la Rusia soviética no tardaron en revelarse imposibles, pero el proceso de aceptación de la realidad fue lento y cargado de resistencias, especialmente en el caso de Francia, que se resistía a abandonar la esperanza de mantener a Alemania debilitada e impotente. En cuanto a la URSS, los países vencedores habrían preferido que no existiera. Apoyaron a los ejércitos de la contrarrevolución en la guerra civil rusa y enviaron fuerzas militares para apoyarles y, posteriormente, no mostraron entusiasmo por reconocer su supervivencia. Los empresarios de los países europeos rechazaron las ventajosas ofertas que hizo Lenin a los inversores extranjeros en un desesperado intento por conseguir la recuperación de una economía destruida casi por completo por el conflicto mundial, la revolución y la guerra civil. La Rusia soviética se vio obligada a avanzar por la senda del desarrollo en aislamiento”. La muerte de Lenin, sepultado junto con su testamentaria declaración (“Sólo un loco puede pensar en la fuerza para tratar al campesino; un solo camino, la persuasión”), encumbró a José Stalin, el autócrata más poderoso en toda la historia de la humanidad, hombre muy alejado del perfil de un marxista y lo suficientemente loco para imaginar otro camino en el tratamiento a los campesinos, especialmente a los kulakis: El exterminio.

Con Stalin en el poder, la apropiación estatal de los recursos naturales, de las empresas y de los intangibles del sistema económico soviético, conformaron la segunda edición del comunismo de guerra y permitieron la definición de peculiares mecanismos de imposición implícita que, entre otros saldos, condujeron a la evaporación del derecho al ocio de los trabajadores que, así, encontraban el paradójico disfrute de la dictadura del proletariado. En el terreno fiscal, por ejemplo, el salario inframarginal era sometido a un régimen impositivo que le colocaba por debajo del nivel de subsistencia, mientras que el salario marginal, obtenido en horas extra de trabajo no era gravado. De esta innovación fiscal, derivaba un incremento de la riqueza del autócrata por partida doble: a partir de la recaudación de impuestos y, también, a partir del incremento del producto, a cuyo logro se aplicaban las dos jornadas de trabajo:

Operando en un bajo horizonte tecnológico, con procesos productivos intensivos en fuerza de trabajo, el resultado de la política fiscal precitada no podía ser otro que el de un consumo considerablemente menor al ingreso nacional y el consecuente incremento sensible del ahorro y la inversión, preferentemente aplicada en el complejo militar, la verdadera pasión del autócrata soviético. En opinión de Olson, el elevado nivel de la inversión, para cada caso, se convirtió en la variable explicativa de una URSS convertida en super potencia mundial y, a menor escala, de una Corea del Norte capaz de desafiar a los Estados Unidos, además del singular caso de Vietnam y, por supuesto, el de la China construida-destruida por Mao Tse-Dong (vulgo: Mao Tse Tung).

Robar al ladrón, o el principio del fin de la autocracia soviética. En el tema de las autocracias de tipo soviético, la pregunta, muy relevante en lógicas como la que promovió la elaboración de Fiedrich A. Hayek, se orienta a precisar el tipo de incentivos que produce la planificación centralizada. Al recaer la propiedad de casi todo en el autócrata, sus secuaces, incrustados en la llamada nomenclatura, encontraban muy pocos incentivos, si alguno, para dar cumplimiento a las metas de un plan que, en el mejor de los casos, sólo fortalecería, más aún, al bandido estacionario que, de paso y con apoyo en una más numerosa que eficaz policía política, los podía convertir en agentes contrarrevolucionarios y, por ello, mandarlos a prisión o muerte.

De este marco brutalmente restrictivo y represivo, según Olson, deriva un par de colusiones: La serial , que corresponde a los eslabonamientos hacia atrás o hacia delante (proveedores o compradores, según el caso), dentro de la propia empresa o rama productiva; y la que se desarrolla en paralelo, relativa a empresas diversas, en la propia rama preferentemente, que se establecen con un mayor grado de dificultad. Ambas recibieron en antieconómico manto protector de la restricción presupuestaria blanda que, al comienzo, premia por igual a la eficiencia que a la ineficiencia y, en el mediano plazo, tiende a favorecer a la segunda. En todo el proceso, y a la luz de la dotación de insumos en especie y no en dinero, comienza a emerger la, hoy inquietante, figura de la mafia rusa, encargada, en un principio, de construir los mercados grises o negros, de convertir insumos robados al plan en rublos contantes y sonantes; tráfico global de drogas, armas, prostitutas y planes financieros, construye el nuevo ámbito de acción de estos mafiosos, aun arraigados en territorio ruso y claramente vinculados a la sobreviviente nomenclatura.

Al abordar el tema relativo a los saldos del proyecto soviético, también visibles en buena parte de la naciones que fueron sus satélites, Olson sugiere que, al lado de las terapias de choque fondomonetaristas, tan politizadas como corruptas y corruptoras, resultó visible la permanencia de los viejos beneficiarios-depredadores del orden soviético, ganadores con la desregulación de aquel sistema económico y eficaces opositores a la vigencia plena de una economía de mercado competitiva. El lamentable esquema económico de la actual Rusia muestra el peso trascendente del pasado, asfixiando al presente y evaporando la viabilidad del futuro:

Pasado corrupto ®

Economía de mercado anárquica ®

futuro incierto

Muy a pesar de los fracasos, asombrosamente brutales, de la revolución cultural, por ejemplo, China se muestra como la gran excepción, particularmente por el mismo hecho revolucionario, que, de una u otra forma, involucró a más de 100 000 personas directa o indirectamente afectadas por el evento, del que resultó la desaparición de la nomenclatura doméstica y construyó, por así decirlo, un panorama totalmente despejado para recibir las decisiones del nuevo autócrata, Den Tsiao Ping, quien condujo al país hacia una economía de mercado, sin prescindir del rígido orden político autoritario.

En opinión de Olson, Alemania, Japón e Italia, al término de la Segunda Guerra Mundial, pudieron encontrar el camino a la prosperidad por la desaparición física de los personeros del orden autoritario; China se encuentra ante la misma posibilidad por la destrucción, también física, de buena parte de la burocracia comunista; Rusia y una parte significativa de los países sometidos a su modelo, no encuentran esa bienaventuranza por la sobrevivencia, ahora fortalecida, de las pavorosas burocracias comunistas y, en ese caso particular, por la colusión con una mafia que hoy cuenta con un radio de acción global. La moraleja es tan brutal como obvia.

Mercado y Estado. Al regresar al prefacio, Olson analiza los diferentes tipos de mercado y define las nuevas tareas del Estado para potenciar un tipo de institución socialmente creada. Para iniciar este análisis, el autor establece una clara diferencia entre la existencia de mercados y la prosperidad, enfatizando el hecho de que en las economías pobres los mercados son, también, ubicuos y no consiguen la prosperidad.

 Los mercados no presuponen un consenso sobre valores básicos y existen algunos tipos de mercado que emergen sin que existan factores comunes entre quienes participan en ellos. Es éste el caso de los llamados mercados espontáneos que, bajo ciertas circunstancias, llegan a ser irreprimibles; son, también, mercados de auto ejecución o auto aplicación y su origen se remonta al mundo antiguo; para demostrarlo, Olson reproduce el siguiente pasaje de la Historia de Herodoto:

“Los cartagineses también dicen que hay un lugar en Libia, y gente que vive en él, más allá de los pilares de Heracles. Cuando ellos, los cartagineses, arriban allí y desembarcan su carga, la disponen a lo largo de la costa, regresan de nuevo a sus barcos y encienden una señal de humo. Los nativos, en cuanto ven el humo, bajan a la costa, depositan oro para pagar las mercancías y se retiran de nuevo, alejándose de las mercancías. Los cartagineses desembarcan y miran; si creen que el precio depositado es justo, cogen el oro y vuelven a casa. De no ser así, vuelven a sus barcos y esperan. Los nativos se aproximan y traen más oro, además del que ya habían traído antes, hasta que llega el momento en que los cartagineses deciden aceptar lo que se les ofrece”.

Nada hay nada en común entre los actores de este comercio <<mudo>> y, sin embargo, hay abundante evidencia de su operación en muchos otros ejemplos; en estos mercados resulta indispensable la auto ejecución, la transacción in situ, en virtud de la inexistencia de créditos, compras por encargo, seguros y cualquier acuerdo contractual. Por su parte, la existencia de mercados irreprimibles corresponde a la ilegalidad de ciertas transacciones, a la colusión que las cobija y a la corrupción que promueve su sola existencia; mercados irreprimibles y, en menor escala, espontáneos, conforman la llamada informalidad o sector no estructurado, más que visible en los países pobres, ya pertenecientes al Tercer Mundo, ya en etapa de transición desde el Segundo.

Olson acuña el término de producción derecho-intensiva, para ilustrar el tipo de mercado necesario para la prosperidad; ese mercado, social o gubernamentalmente creado, requiere de un sistema legal y un orden político capaces de imponer el cumplimiento de los contratos, proteger los derechos a la propiedad, plasmar acuerdos hipotecarios, crear sociedades de responsabilidad limitada y facilitar un mercado de capitales duradero y ampliamente utilizado que haga que las inversiones y préstamos sean líquidos, bajo un sistema estable y perdurable. En opinión del autor, “Sin el entorno institucional adecuado, un país se verá limitado a los intercambios auto ejecutados”, sin poder recoger con seguridad todos los beneficios del mercado.

En opinión de Olson, dos instituciones resultan indispensables para alcanzar, incluso y fundamentalmente desde los países pobres, la prosperidad. Derechos individuales, destacadamente los de propiedad, que son los que en realidad circulan en el mercado, y depredación cero, incluyendo la autocontención de las tentaciones expropiatorias del Estado. En la gestión de esta institucionalidad, por supuesto, el autor muestra una enorme esperanza en la evolución de la educación de los pueblos, en calidad de requisito indispensable para la emergencia de las instituciones virtuosas.

Esta conclusión del trabajo de Olson es realmente consistente con las ocupaciones de José Ayala Espino. Para ilustrar tales coincidencias, sólo es necesario recordar las dos citas con las que el desaparecido Pepe inicia el capítulo sobre instituciones y desempeño económico, en su libro sobre el neoinstitucionalismo económico:

“La matriz institucional, formada por un complejo de normas interdependientes y de restricciones informales determina, en conjunto, el desempeño económico”. D. C. North.

[el crecimiento económico depende de…] un amplio territorio, política y económicamente unificado, un sistema legal que asegure los derechos del individuo y proteja satisfactoriamente la propiedad, un buen bagaje de conocimientos científicos, un aumento de la productividad agrícola, una oferta diversificada de trabajo, un grupo empresarial dispuesto y capaz de realizar una labor de adaptación e innovación, la disponibilidad de un sistema financiero para financiar inversiones en el largo plazo, ausencia de restricciones gremiales, mercados amplios […]. A. Gerschenkron.

La evocación de un extraordinario académico, como lo fue José Ayala, no puede ni debe agotarse en el estudio de su propias aportaciones; para mi gusto, esa evocación ha de incluir a los autores que se convirtieron en inspiración para el recordado. Con esa pretensión elaboré este trabajo.

BIBLIOGRAFÍA

Ayala Espino, José, Economía pùblica. Una guía para entender al Estado, FEUNAM, 1997

_______________, Instituciones y economía. Una introducción al neoinstitucionalismo económico, FCE, México, 1999.

Diggins, John P., El bardo del salvajismo. Thorstein Veblen y la teoría social moderna, FCE, México, 1983.

Gray, John, Falso amanecer. Los engaños del capitalismo global, Paidós, Barcelona, 2000.

Hayek, Fiedrich, Camino a la servidumbre, Alianza Editorial, Madrid, 1978.

Hobsbawm, Eric, Historia del siglo XX, Barcelona, Crítica, Grijalvo, 1997.

Meyer, Jean, Rusia y sus imperios, 1894-1991, FCE-CIDE, México, 1997.

Olson, Mancur, Poder y prosperidad. La superación de las dictaduras comunistas y capitalistas, Siglo veintiuno de España editores, Madrid, 2001.

___________ ,  The Logic of the Collective Action , Cambridge, Harvard University Press, 1965

Stiglitz, Joseph, El malestar en la globalización, Taurus, Madrid, 2002.

Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana.

  Es el título de la espléndida biografía elaborada por John P. Diggins, El bardo del salvajismo. Thorstein Veblen y la teoría social moderna, FCE, México, 1983.

  Mancur Olson, Poder y prosperidad. La superación de las dictaduras comunistas y capitalistas, Siglo veintiuno de España editores, Madrid, 2001.

Cfr. Mancur Olson Jr. The Logic of the Collective Action , Cambridge, Harvard University Press, 1965, cuya versión en español, La lógica de la acción colectiva. Bienes públicos y la teoría de grupos, se publicó por Limusa Noriega Editores, México, en 1992.

Citado en John Gray, Falso amanecer. Los engaños del capitalismo global, Paidós, Barcelona, 2000, pp. 256-257. Gray continúa citando el elogio que en dicho Informe se dispensa a la propuesta de Thomas Hobbes: “…la vida sin un Estado eficaz que preserve el orden es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”.

  Cfr. Joseph Stiglitz, El malestar en la globalización, Taurus, Madrid, 2002.

  José Ayala Espino, Economía pùblica. Una guía para entender al Estado, FEUNAM, 1997, pp. 335-336. El subrayado es mío (FNU).

El tipo de problemas que resultan de la recurrente ineficiencia de las soluciones de mercado, entre los que se contabiliza al dilema del prisionero, se analiza detalladamente en: Ayala, José, Instituciones y economía. Una introducción al neoinstitucionalismo económico, FCE, México, 1999, pp. 91-97.

Meyer, Jean, Rusia y sus imperios, 1894-1991, FCE-CIDE, México, 1997, p. 153.

Hobsbawm, Eric, Historia del siglo XX, Barcelona, Crítica, Grijalvo, 1997, pp. 42-43.

Hayek, Fiedrich, Camino a la servidumbre, Alianza Editorial, Madrid, 1978, 302 pp.

Revisar a este respecto, Stiglitz, Joseph E., El malestar en la globalización, op.cit., pp. 213-228.

Citado en Olson Mancur, Poder y prosperidad, op. cit., p. 205.

Ídem., p. 219.

Ayala Espino, José, Instituciones y economía, op. cit., p. 349.