Categorías
Fundamentales

La cultura de la derrota: un déjà vu

Ciro Murayama  Reforma.
24/10/2008

El que buena parte de la iniciativa presidencial en materia energética se haya desechado y que, a cambio, las principales preocupaciones de la oposición se hayan atendido en la negociación de los grupos parlamentarios en el Senado no hacía sino recoger la realidad política y los equilibrios democráticos que marcan al país. La oposición de izquierda (esa que se quedó a menos de un punto porcentual de hacerse con la Presidencia de la República), con sus legisladores y con el recurso de la movilización popular -si bien el expediente de la «toma de tribunas» me resultó y resulta arbitrario e innecesario, no así por supuesto las marchas, mítines y asambleas-, pudo hacer valer su agenda, modificar la propuesta del gobierno y construir una salida satisfactoria. Podría decirse que en eso podría -o debería- consistir la «normalidad democrática» en un país dividido en el voto ciudadano: ni el gobierno impone ni la oposición es excluida de las decisiones fundamentales, y esa dinámica se expresa a través de las instituciones donde está genuinamente representada la voluntad popular, esto es, en el Congreso.

Hubiera sido deseable un escenario similar en otros asuntos nodales, por ejemplo, en la discusión de las reformas al ISSSTE. En ese caso, el gobierno avanzó sin que se diera una discusión abierta acorde con la importancia del tema, en el Congreso el PRD se opuso de una manera más bien testimonial, y las movilizaciones fueron dispersas, protagonizadas por organizaciones gremiales con un discurso extraviado desde hace tiempo.

Por lo anterior, el hecho de que se anunciara el martes de esta semana un acuerdo entre todos los grupos parlamentarios, que se hacía cargo de las demandas del FAP y de lo que había reclamado el movimiento encabezado por López Obrador, demostraba una ruta de política constructiva por la que, sin olvidar agravios -reales o inventados- y las profundas diferencias, podría transitarse en estos tiempos tan convulsos para el mundo.

Además, y no es menor cosa, el acuerdo donde el PRD jugó un papel activo podría ayudar a ese partido a recuperar el terreno perdido ante el PRI, que se había convertido en el fiel de la balanza legislativa y en el beneficiario electoral del encono PRD-PAN.

Pero lo que era una victoria para el PRD y López Obrador dejó de serlo en unas horas y se volvió nuevo tema de disputa interna, desgaste político y animadversión ajena.

El contenido de las iniciativas a votar en el Senado, que era «plenamente aceptable» de acuerdo con el embajador Jorge Eduardo Navarrete, a la mañana siguiente implicaba, según López Obrador, que: «se enajenan… kilómetros cuadrados de territorio nacional… para empresas extranjeras». O se trata de dos documentos diferentes, que no es el caso, o la opinión de los especialistas, convocados por el FAP y que participaron en los foros del Senado con una visión crítica de la iniciativa oficial original, al final resultó intrascendente para una estrategia que se revela preconcebida y, en buena parte, autorreferencial, donde las concesiones de los otros y el cambio de la situación poco pesan.

La decisión de López Obrador me genera cierto déjà vu de una izquierda radicalizada, renuente a los triunfos. «La cultura de la derrota», denominó Ricardo Becerra a la actitud de los grupos ultras del Consejo Estudiantil Universitario (CEU) luego de que una huelga (en el ya remoto 1987) consiguiera las dos demandas centrales del movimiento: la cancelación de las reformas (del entonces rector Jorge Carpizo) y la celebración de un congreso general universitario. Costó mucho levantar esa huelga, pues había una extendida lógica de que reconocer la victoria propia podría entrañar el riesgo de «desmovilizar y hacerle el juego a rectoría». Por supuesto, la reforma universitaria importaba nada. Años después, cuando el radicalismo estudiantil se hizo hegemónico, esa experiencia tuvo un segundo episodio que fue a peor: el llamado Consejo General de Huelga (CGH) en 1999 se constituyó en la UNAM para frenar una «reforma neoliberal» del rector Barnés -cobrar cuotas a los estudiantes que las pudieran pagar-. De nuevo, tras una huelga, la demanda del movimiento se cumplió y la reforma fue cancelada. Pero la huelga no se levantó… nunca. Casi un año con la Universidad cerrada por un movimiento cada vez más ultra, cada vez más violento incluso. Y es que la cultura de la derrota, instalada en el «todo o nada», tiene una derivación directa en posiciones autoritarias, así sea autodestructiva. Ese movimiento estudiantil se desprestigió, engulló a sus propios líderes y perdió toda brújula. No supo ganar.

Hay un problema ético en la política cuando los fines justifican los medios, pero también cuando los medios son el único fin. En la política tradicional ese es el caso de quienes buscan el cargo público, el puesto, o el poder en sí mismo y no por lo que se puede hacer desde él. Cuando la movilización es el propio fin el problema ético no desaparece, pues las causas se desdibujan o son meros pretextos.

Hay que honrar, eso sí, a quienes pusieron su talento en la construcción de una propuesta de consenso. Y, por supuesto, a los legisladores del PRD que respetaron la palabra empeñada y el acuerdo transparente.