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La ratificación democrática

Renovación del IFE: consenso o tempestad

Lorenzo Córdova Vianello
El Universal. 28/10/2010

Sin duda, el IFE es la joya de la corona de nuestra transición a la democracia. Fue creado hace 20 años para enfrentar la falta de credibilidad y confianza que caracterizaba a las elecciones y sin las cuales resultaba imposible la convivencia pacífica y democrática.

Pero para ese fin no bastó crear una institución autónoma y especializada, dotada de estructura profesional que hoy sigue construyendo elecciones con enorme calidad técnica, el establecimiento de procedimientos ciertos y precisos para organizar comicios, así como condiciones de equidad en la competencia. Además fue indispensable asumir como premisa la base de consenso político con el que se fueron delineando las reglas del juego electoral, y con el que se nombraron árbitros electorales.

La gran enseñanza de la década pasada es que cuando el consenso, entendido como el acuerdo amplio e incluyente, ha prevalecido el expediente electoral suele desarrollarse sin mayores contratiempos. El consenso que revistió la designación de los seis consejeros ciudadanos en 1994 y de los ocho consejeros electorales y al consejero presidente del IFE en 1996, fue la premisa que inyectó entre los actores políticos las condiciones de confianza que son indispensables para que, con independencia de que los favorezcan, haya una aceptación generalizada de las decisiones que tome la autoridad electoral, así como, al final del día, de los resultados. Lo contrario ocurrió en 2003 y el lamentable desenlace de esa historia es bien conocida.

Cuando no prevalece el consenso sino los árbitros son impuestos por una parte, incluso mayoritaria, de los jugadores, el juego democrático es dañado de nacimiento y se sientan las bases para que los excluidos o autoexcluidos tarde o temprano pateen la mesa y acusen con razón o sin ella al proceso de estar viciado de origen, y al resultado las cartas trucadas con las que se realizó el juego.

El actual procedimiento de renovación de tres consejeros ha sido abierto, transparente e incluyente. El desafío en adelante es mantener en la etapas por venir el mismo carácter, particularmente porque el tiempo aprieta y porque la tentación de imposición y “agandalle” están siempre latentes.

La moraleja no es otra que la absoluta necesidad de que la designación de los árbitros de las contiendas electorales sea decisión compartida, más allá del requisito numérico de los dos tercios de los legisladores, por todas las fuerzas políticas de la Cámara de Diputados. La ruta electoral como la vía para la coexistencia pacífica del puralismo político requiere un consenso subyacente, fundacional, en torno al procedimiento mismo para acceder al poder. Se requiere, pues, compromiso compartido con el sistema democrático y con las elecciones como única vía legítima para obtener poder político. Ese compromiso es lo que se renueva en la designación de los consejeros electorales. Hay que insistir en el punto: o prevalece el más amplio consenso posible en torno a los tres consejeros que lleguen, y su nombramiento ocurre en medio del desvanecimiento de toda sospecha y de toda acusación de imposición o exclusión, o estaremos creando el peor escenario para el futuro inmediato y para la reconsolidación del IFE como institución creíble, confiable e imparcial.

A nadie le conviene un IFE parcial. Pensar que un árbitro que favorece los propios intereses es el escenario más conveniente supone olvidar que la legitimidad de los gobiernos democráticos pasa por emanar de una elección confiable, cierta y transparente. Y eso depende de que exista una confianza generalizada en torno a la imparcialidad del árbitro, de que los dados no están cargados.

El IFE debe ser asidero de confianza sin la cual las elecciones no pueden llegar a buen puerto, no la fuente de problemas y de acusaciones, pero eso depende del consenso básico que supone la inclusión de todas las fuerzas políticas en su conformación.

Ojalá que en los días por venir, prevalezca esta altitud de miras, si no, estaremos nuevamente construyéndonos, desde el nombramiento mismo del árbitro, el peor de los escenarios para una elección que ya desde ahora se vislumbra como complicada, intensa y competida.

Investigador y profesor de la UNAM

Veinte años

José Woldenberg
Reforma. 21/10/2010

México vive arropado en un consenso evidente pero no por ello menos fundamental y estratégico: todas las fuerzas políticas, las corrientes de opinión, los grupos de interés, las agrupaciones de la sociedad, los claustros académicos, comparten la idea de que la única vía legítima y legal para arribar a los cargos de gobierno y legislativos es la electoral.

Se trata de una obviedad, pero que entre nosotros es relativamente reciente. En la larga etapa de monopartidismo fáctico, aunque las elecciones nunca dejaron de celebrarse, no fueron pocas las voces y prácticas oficialistas que las consideraban un ritual, una fórmula que debía ser cumplida, pero bajo el entendido de que los cargos de gobierno no serían entregados a través de tan insípido expediente. El código revolucionario nunca expuesto con claridad, pero subyacente a lo largo de las décadas proclamaba «que lo que conseguimos con las armas, no lo entregaremos a través de las elecciones». Y también, en no pocas corrientes de la izquierda independiente, la aspiración de una revolución por venir hacía del expediente comicial un momento reprochable, instrumental, importante, pero subordinado a un supuesto año cero en el que sería necesario destruir un entramado estatal para construir desde sus raíces, uno nuevo.

Hoy no. Salvo muy pequeños grupos y expresiones excéntricas, México reproduce su vida política con un acuerdo profundo: sólo la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas es y puede ser la fuente de legitimidad de los gobiernos.

Fue en la etapa del tránsito hacia la democracia que se creó el IFE. Una institución obligada a ofrecer garantías de imparcialidad a todas las fuerzas políticas y a los ciudadanos, y que además debe velar por que las condiciones de la competencia resulten equilibradas, equitativas. Su misión fundamental: construir confianza en la única vía que ha ideado la humanidad para que la diversidad política que es connatural a cualquier sociedad compleja pueda expresarse, recrearse, convivir y competir de manera institucional, pacífica y participativa.

Se escribe fácil. Pero la confianza es una construcción., No se le puede decretar, no aparece de la noche a la mañana. Es una edificación copleja lenta, zizagueante, que florece, como hemos visto en México, luego de modificar normas, aprobar procedimientos, inventar fórmulas de vigilancia, de diseñar y aplicar instrumentos sin sesgo político  como el padrón, la conformación de las mesas directivas de casilla, el programa de resultados electorales preliminares y tantos otros. Y se fortalece cuando los resultados de las contiendas ofrecen la evidencia de que la alternancia es posible y que son los humores públicos los que deciden a gobenantes y legisladores.

Esa fue, es y seguirá siendo la tarea del IFE. Y mientras haya elecciones, mientras se mantenga el consenso en torno a la vía electoral, mientras nuestra sociedad siga siendo plural  y no veo cómo esos elementos puedan esfumarse  el IFE y su función seguirán siendo imprescindibles.

En los próximos días observaremos un eslabón más en la construcción o no de confianza en relación al IFE. Tres consejeros electorales terminan su encargo y la Cámara de Diputados tiene que elegir tres nuevos integrantes del consejo que durarán en funciones nueve años.

¿Es necesario insistir que el valor fundamental que otorga sentido y proyección al IFE es el de su autonomía? Autonomía en relación a los poderes públicos y a los partidos. Y ello no por una moda o un capricho, sino porque los «jugadores» son tan poderoses, están tan implantados en el aparato estatal, cuentan con recursos humanos, financieros y materiales tan vastos, y legítimamente defienden sus intereses (a los que presentan como si fueran los de toda la comunidad nacional) que por ello requieren de un organizador y árbitro electoral que se ubique por encima de sus apuestas e intereses. Ello conviene al propio IFE como expediente para su fortalecimiento y le conviene a los propios partidos si es que son capaces de tener una visión de Estado y ver más allá de la coyuntura y trascender las pulsiones e instrumentales.

Es por ello que la elección de los relevos en el IFE debería cumplir por lo menos con dos condiciones: a) que sean electos con el acuerdo de todos los partidos que hoy habitan la Cámara, loq ue les inyecta una legitimidad de origen necesaria para cumplir con su función y b) que los partidos no quieran tener correas de transmisión en ellos.

Se requieren consejeros con criterio propio, equidistantes de los partidos pero que gocen del apoyo, en principio, de los mismos y que estén convencidos que lo fundamental de su labor no tiene que ver con el resultado electoral, sino con el transcurso del proceso. Como se ha repetido hasta el cansancio: deben ofrecer certeza en las reglas, porque la incertidumbre en el resultado es connatural en las campañas democráticas.

El IFE ha cumplido sus primeros 20 años. Está en puerta la elección de tres consejeros.

EL IFE: la ratificación democrática

Ricardo Becerra Laguna
El Universal, 12/10/2010

“Porque todo lo que la política tiene de alta proviene de su forma, del cuidado mediante el cual se deciden las cosas del Estado”: Tucídides.

Soy de los que creen que el IFE vivió, sí, un severo desplome en su fuerza y credibilidad, pero no sólo en el año 2006, como suele decirse. Su crisis y su drama comenzaron antes, hace exactamente siete años, cuando el pacto esencial entre las tres grandes corrientes que habían cincelado la transición (PRI, PAN y PRD) no pudo sostenerse y prolongarse, y los nuevos miembros del Consejo General entraron a su función “sin una pata”, sin el aval de uno de los partidos importantes, neciamente excluido y neciamente autoexcluido, del acuerdo renovador.

Pocos se dieron cuenta entonces, pero la mesa quedó lista para las estrategias de colisión: si pierdo será por un IFE hostil, ajeno, adverso; si gano, es a pesar de ese mismo IFE inicuo, que jamás reconocí ni me resultó respetable. El trágico destino de la autoridad electoral se selló de esa manera, y aunque la camada de consejeros en esos años hizo varios esfuerzos sinceros para cultivar así fuera algo de la confianza perdida, luego, el desafuero, la agresividad de la campaña y el estrechísimo resultado electoral echó todo por tierra y cobró puntualmente cada una de las facturas generadas en el pecaminoso origen.

La lección es incontestable: el proceso de renovación de los consejeros del IFE no es un trámite, ni una rutina trianual, ni soporta las operaciones facciosas; por el contrario, se trata de una cita para ratificar algo fundamental en la política mexicana: en él se renueva el pacto y la lealtad hacia una institución crucial, la confianza de los actores políticos en su árbitro, en sus reglas del juego y el compromiso con los posibles inciertos resultados.

Por eso es que en estos días (cuando la convocatoria a renovar tres consejeros ha sido abierta) ninguno de los partidos puede sentirse o volverse convidado de piedra, mucho menos el PRI, el PAN o el PRD. De su necesidad inclusiva se deriva la dificultad del proceso, pero de ella también su enorme virtud y su enorme contribución a la credibilidad y la confianza pública. Apostar, como se apostó en el año 2003, que el más listo o el más fuerte o el más necio puede excluir del pacto a alguno de sus adversarios no es sólo expresión de la “cultura del agandalle”, como decía Pereyra, sino un error puro, es atentar contra la legitimidad del posible triunfo propio, minando desde ahora la aceptación de los resultados.

No soy quien se escandaliza especialmente porque los partidos cuentan o proponen a distintas personalidades para el cargo. Así fue elegido el IFE “ciudadano” de 1994 y así fue designado el Consejo de 1996: a propuesta y negociación de los partidos.

Como recordaba Mauricio Merino en estas mismas páginas, está en la naturaleza jurídica y política del proceso que los partidos decidan: sencillamente, así lo manda la Constitución. Soy de los que creen, por el contrario, que lo que no puede pasar, lo que debemos evitar a toda costa, es que alguno de los actores centrales, de las fuerzas políticas decisivas, se quede sin participar en la designación. Una terna venida al IFE en esas condiciones quedaría indemne, expuesta a la permanente impugnación del protagonista desafecto, con las consecuencias que no son teóricas, sino que las vimos, con toda crudeza, en el año 2006.

Así las cosas, creo, la selección de consejeros del IFE es siempre ha sido una suerte de ratificación del compromiso democrático de los partidos. Me parece que estos son los términos de la discusión y del proceso abierto por la Cámara de Diputados. En estos días nuestros legisladores mostrarán su capacidad de ver más lejos, de sacar las lecciones correctas de una experiencia traumática, de entender que el IFE y su Consejo son una de esas poquísimas piezas de las que pende la estabilidad política de la nación.

* Jefe de asesores de la Secretaría Ejecutiva del IFE

La renovación del IFE

Lorenzo Córdova Vianello
El Universal, 07/10/2010

El próximo 30 de octubre terminan su periodo los últimos tres consejeros electorales que fueron designados en su cargo con la lamentable y burda negociación que se operó en la Cámara de Diputados en 2003. Entonces, mediante un acuerdo que excluyó a la izquierda (cuyos operadores actuaron también con una torpeza y necedad que no puede obviarse en la reconstrucción de los sucesos), el PRI y el PAN (aunque el PVEM, aliado al primero también fue considerado) decidieron la suerte del Consejo General del IFE repartiéndose la designación de los ocho consejeros electorales y del consejero presidente.

Miguel Ángel Yunes y Germán Martínez fueron los responsables de operar ese nombramiento que bien puede ser indicado como el ejemplo icónico del proceso de «deconstrucción» que ha venido erosionando a muchas instituciones públicas, y que pasa por considerar a sus cargos directivos como cuotas de poder que los partidos (y hoy hasta algunos poderes fácticos) reivindican como propios. Y no sólo eso, sino que, en consecuencia, se asume que los nombramientos deben recaer no en personajes autónomos, sino en personeros de los intereses que los llevan al cargo, como meras correas de transmisión.

El sentido de aquél nombramiento en 2003 fue clara y cínicamente hecho público: nunca más debían llegar al órgano cúspide del IFE personas ajenas a los intereses de los partidos políticos como las que habían integrado el anterior Consejo General y que habían impuesto las dos más altas sanciones económicas de la historia a algún partido en los casos «Pemexgate» y «Amigos de Fox». Así, el Consejo General presidido por Ugalde nació partidizado y respondiendo en su integración más a una lógica de cuotas partidistas y privilegiando, en general, perfiles mediocres fácilmente presionables y manipulables. El resto fue historia: ese Consejo harto condescendiente, inercialmente incapaz de confrontar a los partidos y con una precaria autoridad moral, tuvo que enfrentar, en 2006, las elecciones más complicadas hasta entonces. La irresponsabilidad de los actores políticos, así como los errores del IFE y su incapacidad de comunicar lo que estaba sucediendo, provocaron que la tubería electoral corriera el riesgo de obturarse y reventarse.

En un escenario ideal, el Consejo General no habría debido renovarse anticipadamente como ocurrió con la reforma de 2007, pero políticamente era inviable que con esa integración pudiera arbitrar otro proceso electoral pues su confianza estaba profundamente lesionada. Sin embargo, la fórmula de renovación parcial establecida por dicha reforma tampoco fue la más afortunada debido a que se introdujo en el Consejo un nuevo grupo, minoritario en un principio, que tuvo que convivir con la lógica de facciones y con otras malas prácticas que ese órgano venía arrastrando. Habría sido, en ese sentido, mucho más deseable una renovación total. Además, al determinarse un relevo por tercios (como está por ocurrir ahora) lamentablemente se estimula el reparto de cuotas entre los tres principales partidos políticos.

La renovación que hoy es inminente, supone que ya ninguno de los consejeros nombrados en el 2003 estará presente, pero eso no significa en automático que la tentación de partidizar al IFE esté ausente. De hecho el que los tres consejeros sean nombrados a un año de que arranque el proceso electoral presidencial de 2012 supone un gran aliciente para ello. Hoy más que nunca requerimos que al Consejo General lleguen personas con un gran conocimiento técnico en la materia (el tiempo para su curva de aprendizaje es breve), con una sólida ética de la responsabilidad que les permita tomar decisiones asumiendo que las mismas tendrán importantes consecuencias públicas y con una probada autonomía en sus trayectorias personales y profesionales que les hagan resistir las inevitables presiones que enfrentarán por parte de los partidos, del poder político y de los grandes grupos de interés mediático y económico.

El próximo sábado sabremos la lista completa de aspirantes, seguramente habrá nombres confiables, alfiles representando intereses y grupos políticos y hasta quienes, ambicionando el puesto, le habrán vendido su alma al diablo. Éstos dos últimos, sin duda abundantes, serán los que, sobra decirlo, tendrán que descartarse. La responsabilidad de los diputados en estas designaciones es mayúscula, habrá que ver si están a la altura del reto o si la tentación de actuar facciosamente otra vez se impone abriendo el más funesto de los escenarios para el IFE… y para todos.

* Investigador y Profesor de la UNAM

Mejor sin vaciladas

Mauricio Merino Huerta
El Universal, 06/10/2010

No se le pueden pedir peras al olmo: los partidos designarán a los nuevos consejeros del IFE que les resulten más afines, porque es su facultad hacerlo, porque el procedimiento de selección así lo exige, y porque todos los precedentes nos dicen que así pasará. Tuvieron la oportunidad de romper esa dinámica en el 2007 pero, literalmente, la dilapidaron con sus malas artes, sus despropósitos y prepotencia.

Ya de entrada, la convocatoria que emitieron es casi idéntica a la que emplearon en el fallido procedimiento de 2007. Igual que entonces, simulan que las candidaturas serán presentadas por “grupos de ciudadanos, asociaciones e instituciones académicas, organizaciones ciudadanas o los propios aspirantes”, como si los partidos no fueran a promover a sus propios candidatos. En aquella ocasión, hicieron caso omiso de las cartas y los apoyos públicos que cientos de personas hicieron llegar a la Cámara de Diputados para respaldar candidaturas de la sociedad civil y la academia, pues lo único que contó fue el respaldo partidario ganado durante las negociaciones de último minuto, apremiadas tras la ruptura de los plazos constitucionales y realizadas en medio de un oleaje infame de descalificaciones. Y hoy, para colmo, la convocatoria enfatiza aquel engaño: “no podrán llevarse a cabo entrevistas o reuniones con aspirantes o candidatos dice el texto publicado, fuera del procedimiento“. ¡Ay de aquéllos que sigan esa regla!

Con un toque de pudor tardío, eso sí, los diputados corrigieron la convocatoria del 2007 con la promesa de contener las salvajadas de sus compañeros en las entrevistas públicas. Dice el texto emulando el Manual de Buenas Maneras de Carreño que: “las preguntas (que formulen los diputados en esas entrevistas) sólo podrán versar sobre aspectos técnicos o jurídicos, propios de la materia electoral y tendrán como propósito comprobar que los candidatos poseen el perfil adecuado, así como los conocimientos y la experiencia que les permitan el desempeño eficaz y calificado de sus funciones“.

Prometen ya no agredir a nadie, muy bien. ¿Pero con qué criterios calificarán los conocimientos y la experiencia de los candidatos? Porque en 2007, calificaron de 0 a 10 como les vino en gana y sin dar cuenta de razones “técnicas y jurídicas“ para repartir estrellas o asestar trancazos. Y es más que previsible que volverán a hacerlo, pues otra vez olvidaron fijar criterios de calificación.

El único párrafo que parece verdadero es, acaso, el que está situado en el Artículo Séptimo de la convocatoria: “los grupos parlamentarios, a través de la Junta de Coordinación Política, determinarán por el más amplio consenso posible y atendiendo las consideraciones y recomendaciones que establezca el dictamen de la Comisión de Gobernación, la propuesta de los nombres de los tres candidatos a consejeros electorales del IFE para el periodo del 31 de octubre de 2010 al 30 de octubre de 2019“. Todo lo demás será parafernalia y, en el mejor de los casos, tiempo ganado para el cabildeo.

En cambio, sería más honesto y produciría mayor confianza, creo yo, que los diputados asumieran a cabalidad su responsabilidad pública. Que no fingieran que las candidaturas vienen de los ciudadanos, cuando serán ellos mismos quienes las promuevan; que no simulen que examinan candidatos cuando todo el mundo sabe que lo único que esperan de ellos es confianza y cercanía; que no finjan que los califican con rigor científico cuando no tienen ni el más mínimo criterio compartido para hacerlo, ni idea alguna para justificarlo. Sería mejor que no buscaran engañar a nadie y que convocaran, sin más, para seleccionar a quienes les resulten más confiables tanto por su experiencia y su capacidad probadas, como por la suma calificada de apoyos partidarios. Así se formó el IFE de 1996 y nadie se llamó a engaño porque a nadie se engañó. Y así también se integraron los nombres de los seis consejeros que hoy siguen en sus cargos: todos acreditaron una larga experiencia electoral, todos conocían bien la legislación y al IFE, y todos tuvieron el beneficio de la confianza partidaria. Si algo ha lastimado la trayectoria de estos consejeros ha sido, acaso, el tener que fingir que no llegaron a sus puestos gracias al respaldo explícito de algún partido, cuando todos sabemos que así fue.

Lo que hace daño es, en suma, la simulación tramposa que acaba destruyendo la confianza: ese bien público indispensable para que el IFE pueda trabajar. Mejor que sea de frente y sin retruécanos, y que los coordinadores parlamentarios asuman su papel: el de convencer a sus bancadas de la bondad técnica y política de sus propuestas y, a la sociedad, de las virtudes y las capacidades de los nuevos consejeros. Sin vaciladas.

* Profesor investigador del CIDE