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La traición de los economistas

Robert Skidelsky

El tiempo. 24/05/2009

Robert SkidelskyLONDRES – Todos los acontecimientos que definen una época son el resultado de coyunturas -la correlación de acontecimientos normalmente inconexos que sacuden a la humanidad y la sacan de la rutina-. Estas coyunturas crean lo que el autor Nassim Nicholas Taleb llama «Cisnes Negros» -acontecimientos impredecibles con un amplio impacto-. Una pequeña cantidad de Cisnes Negros, cree Taleb, «explican casi todo lo que sucede en nuestro mundo».

La prosperidad de la primera era de la globalización antes de 1914, por ejemplo, resultó de una constelación exitosa de acontecimientos: la caída de los costos del transporte y las comunicaciones, los avances tecnológicos de la segunda revolución industrial, el estado pacífico de las relaciones internacionales y la exitosa gestión por parte de Gran Bretaña del patrón oro. Por el contrario, en los años entre guerras, la política internacional ponzoñosa se combinó con los desequilibrios económicos globales para crear la Gran Depresión y preparar la escena para la Segunda Guerra Mundial.

Ahora consideremos las recientes innovaciones financieras. A horcajadas de la nueva tecnología informática y de telecomunicaciones, se creó un mercado gigantesco de instrumentos derivados. Las obligaciones de deuda colateralizada (CDOs, tal su sigla en inglés), principalmente vinculadas a hipotecas, convirtieron a una nueva población de aspirantes a propietarios en supuestos merecedores de crédito, permitiéndoles a los bancos originadores vender deuda «de alto riesgo» a otros inversores.

Antes de la titulización, los bancos por lo general conservaban las hipotecas; ahora podían borrarlas de sus libros. Pero el crédito titulizado que se eliminaba del balance de un banco normalmente terminaba en los libros de otro banco. Lo que resultó fue un sistema maravilloso para diversificar riesgo bancario individual, pero sólo magnificando el riesgo de impago de todos los bancos que tenían lo que se dio en llamar deuda «tóxica». Como todos los derivados se basaban en los mismos activos, si algo le sucedía a esos activos, todos los bancos que poseyeran la deuda se encontrarían en la misma situación.

Lo que hizo posible la propagación de los derivados fue la facilidad con la que se podía expandir el volumen de deuda para un determinado conjunto de activos reales. Este escalonamiento se vio ampliado por el uso de permutas de riesgo crediticio (CDS, tal su sigla en inglés), que ofrecían un seguro ficticio contra el impago. Dado que se podía vender una cantidad ilimitada de CDSs contra cada prestatario, la oferta de permutas pudo crecer mucho más rápidamente que la oferta de bonos.

Las CDSs magnificaron la dimensión de la burbuja acelerando enormemente la velocidad de la circulación monetaria. El mercado de CDOs creció de 275.000 millones de dólares a 4,7 billones de dólares entre 2000 y 2006, mientras que el mercado de CDSs creció cuatro veces más rápido, de 920.000 millones de dólares en 2001 a 62 billones de dólares para fines de 2007.

Las CDSs fueron el instrumento a través del cual los derivados pudieron abrirse camino en las carteras de los bancos de todo el mundo. Sin embargo, la dependencia de toda la estructura de precios en constante aumento de la vivienda rara vez se hizo explícita. Si el mercado inmobiliario empezaba a fallar, estas garantías de seguridad de papel se convertirían, según las palabras de Warren Buffet, en «armas financieras de destrucción masiva».

Ahora bien, la intermediación financiera nunca habría ocasionado un desastre (ni habría llegado tan lejos) si no hubiera sido por los desequilibrios globales que surgieron de los déficits comercial y presupuestario gemelos de Estados Unidos, financiados en gran medida por los ahorros chinos. Se suponía que los tipos de cambio flotantes impedirían que los países manipularan sus monedas, pero, al acumular grandes cantidades de letras del Tesoro de Estados Unidos, los países del este asiático, especialmente China, mantuvieron sus tipos de cambio artificialmente bajos. Este «exceso de ahorros» del este asiático permitió un exceso de consumo alimentado por deuda en Estados Unidos, Gran Bretaña y gran parte del mundo occidental.

Sin embargo, el matrimonio entre los ahorros chinos y el consumo norteamericano tuvo un error fatal: creó deudas no pagaderas. Las inversiones chinas cada vez más cobraron la forma de compras oficiales de letras del Tesoro de Estados Unidos. Estas inversiones no crearon nuevos recursos para ofrecer los medios de pago. Como contraparte de la acumulación de deuda estadounidense se produjo la reubicación de gran parte de la capacidad industrial norteamericana en China. Los ahorros chinos no pasaron a crear nuevos activos, sino especulación financiera y orgías de consumo.

El «excedente» de ahorros chinos hizo posible la expansión crediticia de Estados Unidos entre 2003 y 2005, cuando la tasa de los fondos federales (la tasa de interés interbancaria a la que los bancos norteamericanos se prestan mutuamente) se mantenía en el 1%. El dinero ultra barato produjo una oleada de préstamos hipotecarios de alto riesgo -un mercado que colapsó cuando los tipos de interés aumentaron marcadamente después de 2005, alcanzando el 5%-. La crisis financiera de 2008 fue el inicio de un proceso de desapalancamiento altamente doloroso, pero inevitable.

Esta interpretación de los orígenes de la crisis económica actual es cuestionada por la escuela del «exceso de dinero». En su opinión, hubo una causa y sólo una sola causa de la crisis: la creación excesiva de crédito que tuvo lugar cuando Alan Greenspan era presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos.

Esta opinión se basa en la teoría «austríaca» de bonanza y crisis, y también en la explicación de Milton Friedman de la Gran Depresión de 1929. Fue errónea entonces y es errónea hoy.

Esta línea de razonamiento presupone que los mercados son perfectamente eficientes. Si las cosas salen mal, debe de ser por errores en la política. Esta opinión también es autocontradictoria, ya que si los participantes del mercado son perfectamente racionales y están perfectamente informados, no habrían sido engañados por una política consistente en hacer que el dinero resultara más barato de lo que realmente era. Greenspan es el sacrificio que ofrecen al dios del mercado.

Esto sugiere una razón más fundamental para la crisis económica: el dominio de la escuela de economía de Chicago, con su fe en las propiedades autorregulatorias de los mercados sin restricciones. Esta idea justificó, o racionalizó, la desregulación de los mercados financieros en nombre de la llamada «hipótesis del mercado eficiente». Esto condujo directamente a la propagación de modelos de gestión de riesgo financiero que, al excluir la posibilidad de impago, subestimaron groseramente la cantidad de riesgo en el sistema.

Si vamos a jugar el juego de la culpa, culpo a los economistas más que a los banqueros por la crisis. Ellos establecieron el sistema de ideas que aplicaron banqueros, políticos y reguladores.

John Maynard Keynes escribió que «los hombres prácticos que se creen absolutamente inmunes a las influencias intelectuales normalmente son esclavos de algún economista muerto». Gran parte de la cosecha de economistas de hoy no están muertos, pero siguen trabajando en la vecindad ideológica de Chicago. Sus suposiciones deberían exponerse sin piedad, ya que estuvieron a punto de destruir nuestro mundo.

La irrealidad del ciclo económico “real”

Robert Skidelsky
Project Syndicate, an association
of newspaper around the world
01/2009

Robert SkidelskyLONDRES – Hace poco, al testificar ante un comité del Congreso de Estados Unidos, el ex presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, dijo que el reciente colapso financiero había destrozado su “estructura intelectual”. Me interesaría mucho entender qué quiso decir.

Puesto que no he tenido la oportunidad de hablar con él, tengo que recurrir a sus memorias, La era de las turbulencias , para encontrar indicios. Pero ese libro se publicó en 2007 –es de suponer, antes de que su estructura intelectual se viniera abajo.

En sus memorias, Greenspan reveló que su economista favorito era Joseph Schumpeter, el inventor del concepto de la “destrucción creativa”. En el resumen que Greenspan hace del pensamiento de Schumpeter, una “economía de mercado se revitalizará incesantemente desde dentro mediante la eliminación de las empresas viejas y en malas condiciones y la reasignación de los recursos a compañías nuevas y más productivas”. Greenspan había visto cómo “este patrón de progreso y obsolescencia se repite una y otra vez”.

Según Schumpeter, el capitalismo hacía avanzar la condición humana mediante una “tormenta perenne de destrucción creativa”, que él comparaba con un proceso darwiniano de selección natural para asegurar la “supervivencia del más fuerte”. En palabras de Greenspan, la legislación del New Deal de Franklin Roosevelt “limó las asperezas” de la destrucción creativa, pero tras la ola de desregulación de los años setenta, Estados Unidos recuperó gran parte de su espíritu empresarial de tomar riesgos. Como señala Greenspan, “la idea de destrucción creativa de Schumpeter finalmente obtuvo una amplia aceptación” con el auge de las empresas punto-com en los años noventa.

Este era el mismo Greenspan que en 1996 advirtió sobre la “exuberancia irracional” y posteriormente, como presidente de la Reserva Federal, no hizo nada para detenerla. Tanto la frase como su falta de acción tienen sentido a la luz de su (ahora destrozado) sistema intelectual.

Es imposible imaginar una tormenta continua de destrucción creativa fuera de un contexto de auge y crisis. En efecto, los primeros teóricos de los ciclos económicos así lo entendieron. (El propio Schumpeter escribió un libro enorme y en gran parte ilegible con ese título en 1939.)

En la teoría clásica del ciclo económico, un auge empieza con una serie de invenciones –el telar mecánico y la máquina de hilar en el siglo XVIII, los ferrocarriles en el siglo XIX, los automóviles en el siglo XX. Pero las presiones competitivas y el largo período de gestación de los gastos de capital fijo multiplican el optimismo y provocan que se invierta más de lo que en realidad es rentable. Ese exceso de inversión produce un colapso inevitable.

Los bancos multiplican el auge facilitando demasiado la obtención de créditos y exacerban las crisis al retirarlo de manera muy abrupta. Pero el legado es una mayor eficiencia de los bienes de capital acumulados.

Dennis Robertson, un teórico del ciclo económico “real” de principios del siglo XX escribió: “No creo que una política que, al buscar la estabilidad de los precios, la producción y el empleo, hubiera cortado de raíz el auge de los ferrocarriles ingleses en los años cuarenta, o el auge de los ferrocarriles de 1869-71 en Estados Unidos, o el auge de la electricidad en Alemania de los años noventa hubiera sido a final de cuentas benéfica para los pueblos afectados”. Al igual que su contemporáneo, Schumpeter, Robertson consideraba que estos ciclos de auge-crisis, que implicaban la creación de nuevo capital y la destrucción del viejo, eran inseparables del progreso.

La teoría contemporánea del ciclo económico “real” añade una montaña de matemáticas a estos primeros modelos, con el efecto principal de minimizar la “destructividad” de la “creación”. Logra combinar los ciclos de auge y recesión impulsados por la tecnología con mercados que siempre se ajustan (es decir, no hay desempleo).

¿Cómo se logra este truco? Cuando un “choque” tecnológico positivo aumenta los salarios reales la gente trabajará más, lo que hará que la producción crezca. Ante un “choque” negativo, los trabajadores aumentarán su ocio, lo que provocará que la producción caiga.

Estas son respuestas eficientes a los cambios en los salarios reales. No se necesita ninguna intervención del gobierno. El rescatar a empresas automotrices ineficientes como General Motors desacelera el ritmo del progreso. De hecho, mientras que la mayoría de las escuelas de pensamiento económico sostienen que una de las principales responsabilidades del gobierno es mitigar el ciclo, la teoría del ciclo económico “real” sostiene que reducir la volatilidad reduce el bienestar.

Es difícil entender cómo este tipo de teorías explican la turbulencia económica actual o dan elementos sólidos para abordarla. En primer lugar, a diferencia del auge de las empresas punto-com, no es fácil identificar el “choque” tecnológico que desencadenó el auge. Por supuesto, la expansión se desató gracias a un crédito demasiado abundante. Pero esto no se utilizó para financiar nuevas invenciones: fue en sí la invención. Se le llamó hipotecas titulizadas. No dejó monumentos a la inventiva humana, sólo una pila de ruina financiera.

En segundo lugar, este tipo de modelo sugiere firmemente que los gobiernos no deben hacer nada ante dichos “choques”. En efecto, los economistas del ciclo económico “real” suelen afirmar que, si no hubiera sido por las políticas equivocadas del New Deal de Roosevelt, la recuperación de la Gran Depresión de 1929-1933 podría haber sido mucho más rápida de lo que fue.

En la actualidad un consejo equivalente sería que los gobiernos de todo el mundo están cometiendo errores al rescatar a los bancos con estructuras sobredimensionadas a nivel ejecutivo, subsidiar a las empresas ineficientes y poner obstáculos para que los trabajadores racionales pasen más tiempo con sus familias o acepten empleos con menores salarios. Me recuerda al entrevistador que fue a visitar a Robert Lucas, uno de los altos sacerdotes de la escuela del nuevo ciclo empresarial, en un momento en que el desempleo en Estados Unidos era alto en los años ochenta.

“Mi chofer es una persona desempleada que tiene un doctorado”, le dijo a Lucas. “Bueno, pues yo diría que si maneja un taxi es chofer de taxis”, contestó el ganador del Premio Nobel de 1995.

Si bien Schumpeter capturó brillantemente el dinamismo inherente al capitalismo impulsado por los empresarios, sus sucesores modernos “reales” ahogaron sus percepciones con su obsesión por el “equilibrio” y los “ajustes instantáneos”. Para Schumpeter, el espíritu del capitalismo tenía algo de nobleza y algo de tragedia. Pero esos sentimientos están muy lejos de las técnicas bonitas y corteses de su progenie matemática.