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El debate público

Las fases de la Luna

Ricardo Becerra

La Crónica

21/07/2019

Eran unos zapatos demasiado chatos los que se interponían entre los ojos de ese niño y la pantalla de la televisión patona marca Admiral blanco y negro que transmitía desde temprano unas imágenes borrosas de una nave espacial rodeada por fuego intermitente que provocaba el entusiasmo de los de la casa, incluida mi madre, quien esta vez sí abandonó la cocina y sus interminables quehaceres para sumarse al júbilo de “la llegada del hombre a la Luna” como repetía incesante aquel locutor de cuyo nombre no puedo acordarme.

Adivinaron, ese niño era yo y no había cumplido los tres años.

Lo siguiente que recuerdo es la impresionante revista Time y sus fotografías oscuras, gigantescas (se desdoblaban) que me atraían y me aterraban al mismo tiempo por el vacío y la profunda oscuridad que evocaban. Tenía que verlas en compañía de un adulto. Entonces las modas o los entusiasmos eran menos perecederos, y durante varios meses la cosa fue objeto de asombro y conversación de mis mayores y de exigencia por el Apolo 11 a escala que no obtuve sino comprando ingentes cantidades de paquetes twinki wonder para mi modelo coleccionable. Había que ser astronauta.

La pasión cosmogónica permaneció mucho tiempo en casa, hasta la llegada de Pelé en el setenta, y no volvió a ser de mi interés sino hasta la lectura de De la tierra a la Luna, que me tumbó varias tardes bajo una jacaranda y cuyo ejemplar garabateado de puros asombros todavía conservo. Si Kierkegaard pudo decir que la personalidad de un niño queda formada a los 10 años, yo puedo afirmar que se sabe si tienes alguna aptitud científica si eres capaz de sumergirte en esa literatura más o menos a esa edad. El contagioso entusiasmo del Gun-Club, la construcción del inmenso cañón para disparar la bala espacial que superaría por primera vez “las monstruosas fuerzas G”, Impey Barbicane, su fiel (siempre hay un fiel secretario) Maston y el insidioso capitán Nicholl. Aparte de todo el sentido de aventura y la redacción épica de Verne, lo que sigue asombrando de esa novela es la minuciosidad y exactitud con que describe los problemas reales que cualquier empresa científica debe resolver en 1860, 1969 o 2020, y cuyo propósito sea posar el famoso pie en la Luna. 

Llegada la adolescencia uno se pone más bruto (hay quienes no regresamos de ese viaje) y la Luna se volvió materia de misterio por partida doble: resultó ser un montón de cosas, menos un satélite natural capturado por la gravitación de la Tierra y además que la dichosa expedición de 1969 nunca existió, una gran mentira de Washington. ¿Mi fuente? La revista Duda: lo increíble es la verdad, que compraba con fruición en el puesto de la esquina y que me aprovisionó para entender la vasta cultura lunática de los modernos ufólogos y otros alienígenas.

 Luego Pink Floyd me obligó a ver otras caras menos confesables de la Luna en la impresionante (para nosotros) residencia del “Kiki”, el muchacho rico del barrio que tenía un cuarto con baño para él solo, sin que molestara a nadie, para gozosa discreción del personal, tapizado de posters de grupos de rock y leds que proyectaban en la oscuridad aquel cerdo volador, las ruinas de Pompeya, además del inextinguible prisma con el lado oscuro de ya saben qué.    

Poco antes de la carrera, la política se metería a la Luna. Los consuetudinarios materiales soviéticos, en especial la revista Sputnik, me introdujeron a eso que parecía ser, todavía, la carrera espacial en los ochenta y la gloria antepasada de haber colocado el primer satélite artificial y el primer ser humano en órbita, antes del “gran salto de la humanidad” estampado por Neil Armstrong hace 50 años.

En todo eso pensaba antes de escribir este artículo celebratorio y consultar el Bulletin of the Atomic, la revista de la sociedad de físicos atómicos con 18 premios nobel a bordo que tuvieron la puntada de inventar el “reloj del juicio final”, una cuenta regresiva que comienza precisamente con el viaje de hace medio siglo https://thebulletin.org/doomsday-clock/.

Su razonamiento es éste: si se trata de que sobreviva la especie tendremos que arreglárnoslas para escapar de aquí. El Apolo 11 enseñó el camino. El problema es que se nos acaba el tiempo por los nuevos riesgos nucleares que Trump no sabe ni quiere reconocer. Porque tenemos ya cerca de 30 mil bombas atómicas en las narices y tercero, por el apocalíptico cambio climático que no cesa de manifestarse.

Ustedes podrán reconocer fácilmente que del niño y su optimismo de hace 50 años no queda nada y todo parece indicar que la ambición del progreso humano, se quedó en algún mar tranquilo de la Luna.