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Mauricio Merino Huerta

Es Doctor en Ciencia Política y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, España. Obtuvo la Especialidad en Derecho Constitucional y Ciencia Política en el Centro de Estudios Constitucionales de España.

Es Director de la División de Administración Pública y Profesor-Investigador en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Fue Profesor-Investigador del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México y Presidente del Colegio Nacional de Ciencias Políticas y Administración Pública, A.C. Es Investigador Nacional Nivel II del Sistema Nacional de Investigadores del CONACYT. 2007

Premio Carlos Pereyra 1992, otorgado por la Fundación Nexos por el ensayo “Democracia, después”. Premio de Derecho Constitucional 1992, otorgado por el Centro de Estudios Constitucionales de España. Es autor de varios libros imprescindibles sobre la actualidad política mexicana: Sobre la evaluación de políticas públicas, 2009. El régimen municipal en los Estados Unidos Mexicanos, 2007. La transición votada. Crítica a la interpretación del cambio político en México, Fondo de Cultura Económica, 2003. Gobierno local, poder nacional. La contienda por la formación del estado mexicano, 1998. La democracia pendiente (y otros ensayos), 1993 y Fuera del centro (Reflexiones sobre el centralismo político mexicano), 1992.

Ha impartido conferencias en México y en centros de estudio de otros países, entre los cuales se encuentran The London School of Economics, The University of New México y el Congreso Internacional de la Latin American Studies Association, en Montreal, Canadá.

Sus investigaciones actuales, a contrapelo de las modas académicas, giran en torno a la necesidad de la ética pública, la recuperación del espacio público, la transparencia, el acceso a la información y la rendición de cuentas en el Estado Mexicano.

Merino es uno de los académicos mexicanos de mayor actividad y presencia pública en México. Fue articulista del periódico La Jornada y lo es actualmente de El Universal, además de colaborar en decenas de revistas académicas y de difusión masiva.

Su pensamiento y acción están enraizados en la tradición democrática y de izquierda mexicanas.

Merino fue Consejero Electoral del Consejo General del Instituto Federal Electoral de 1996 a 2003.

El eslabón perdido de la democracia.

Mauricio Merino
El Universal, 19/09/2010

Cuando se rastrea el origen de los procesos históricos que importan,lo que se encuentra es una mezcla. Y nuestro nuevo régimen político es también una amplia y añejada mezcla de acciones y razones, basadas en la conciencia sobre la importancia del arreglo democrático, en contraste con la ineficacia y la corrupción del sistema autoritario, la desigualdad social creciente y la recurrencia de las crisis, además del papel tenaz que jugó una parte de la sociedad y de la intervención de ciertos liderazgos democráticos en los momentos críticos.

Pero es inútil seguir rebuscando entre los personajes y los acontecimientos del último cuarto del siglo XX la explicación de lo que no ha podido suceder en la primera década del siglo nuevo pues aunque la historia política es secuencia, las claves de nuestra transición fueron diferentes a las que están trabando y desafiando la consolidación democrática de México.

Para decirlo rápido: los políticos actuales no son los padres sino los herederos de aquellos cambios de final de siglo y la lectura y la responsabilidad que hoy nos hace falta es muy distinta. No importa cuántas veces lo nieguen los politólogos que prefieren pensar que así son las cosas en el mundo y que el trayecto de la transición fue pactado de principio a fin (con lo cual solamente faltaría esperar sentados), lo cierto es que el proceso mexicano se fundó en un acuerdo exclusivamente electoral, que marcó su desenlace.

No es que se haya pensado sólo en ganar votos, ni que la idea de una transición votada haya estado animada sin más por el puro reparto del poder. Esa sería una caricatura infame. Pero sí se creyó que habría un eslabonamiento, obligado por las circunstancias, que vendría desde el respeto al voto hasta la construcción completa de un nuevo régimen político, y que cada nuevo paso a favor de la pluralidad traería otro en provecho de la democracia. Pero en esa lógica había una cierta ingenuidad mecanicista, según la cual todos los cambios habrían de venir como en cascada, una vez ganado el voto.

Lo que sucedió fue, en cambio, la construcción de un nuevo régimen de partidos que produjo un equilibrio lamentable. Los aparatos partidarios se quedaron con el monopolio de la representación política, se regalaron recursos en alforjas llenas para convertir su militancia en burocracia, y se dieron las reglas suficientes para controlar a gusto las instituciones que habrían de regular su desempeño. Un equilibrio situado, además, en el peor de los mundos institucionales: con un presidencialismo cada vez más acotado, con un Congreso de tres fuerzas principales —que combina mayorías con representación proporcional— y con un federalismo a tres voces que quieren ser autónomas, que conforma un coro tan incierto como desafinado.

No conozco un solo manual de ciencia política contemporánea que no condene esa combinación como la más compleja e ineficiente de todas las imaginables en el mundo. Y a la mexicana, hay que añadir el poder enorme —a la luz de cualquier comparación— de nuestros partidos principales, de su financiamiento y del costo de las instituciones que los refuerzan cada día.

No creo que sea indispensable hacer recuento de los daños, para advertir que el nuevo régimen ha producido un enorme desencanto y que hoy, recién nacido, ha demostrado ya su ineficacia hasta unos límites que parecen imposibles. Pero sí es necesario subrayar —y con mucho énfasis— que la alternativa de volver atrás no existe, ni siquiera bajo la hipótesis de que el PRI vuelva a ganar la presidencia, porque lo que cambió fue el régimen y no sólo el partido gobernante. Así que el mayor riesgo de interrumpir el proceso democrático es el de alimentar, lisa y llanamente, la tentación autoritaria por la vía de la violencia. Si queremos vivir en paz, no hay más que completar de prisa la cadena democrática.

Lo que no está resuelto, empero, es la ruta para hacerlo. De un lado, están quienes pugnan por imaginar fórmulas para devolverle al presidente el poder de decidir y hacer, liberándolo de bloqueos y restricciones, tanto del Congreso como de los gobernadores; y de otro, quienes preferimos abandonar en definitiva lo que fue (y ya no podrá volver a ser), para enfatizar el sentido de responsabilidad entre esos nuevos actores que han entrado en lisa. En este lado, hay quienes incluso se han atrevido a proponer el parlamentarismo como opción para el futuro de México.

Por mi parte, estoy seguro de que la pluralidad partidaria está entrelazada con la pluralidad de instituciones, del mismo modo en que el singular presidencial lo estaba con el autoritarismo. Pero creo también, en consecuencia, que el nuevo régimen no podrá consolidarse sin asignar responsabilidades claras ni exigir rendición de cuentas a todos y cada uno de sus protagonistas. La transición no sólo fortaleció partidos y elecciones, sino que reveló que además de Presidente hay gobernadores, senadores, diputados, jefes delegacionales, alcaldes y hasta síndicos y regidores con atribuciones propias, además de ministros, jueces, secretarios, jefes y directores que, entre muchos otros, también gobiernan el país.

Entre esa miríada de puestos electos y designados, casi todos sabemos qué debemos exigirle al presidente pero casi nadie sabe qué hacen los demás, ni mucho menos a quién le rinden cuentas. Nuestra transición repartió el poder, pero todavía no ha distribuido bien a bien las responsabilidades para el nuevo régimen. No todos deben hacer lo mismo, ni todos son presidentes de repúblicas a modo. Que cada quien responda por lo suyo, que se aclaren los espacios y que se cumplan las funciones. He ahí el eslabón perdido de nuestra democracia. Se llama responsabilidad pública.

Politólogo, ex consejero del IFE

** Imagen: (Foto) MODA. Recreación de cómo se vestía en el México de 1828

¿Cuál fue – cuál es- la década perdida?

Mauricio Merino y Ricardo Becerra Laguna
Reforma. 01/10/2010

Vean la gráfica que acompaña a este artículo. Omitan –en lo posible- cualquier teoría, explicación o prejuicio previo heredado de algún economista muerto (o vivo). Solo concéntrense en los datos, todos oficiales, debidamente comparables. Es el arco completo de 80 años de actividad económica en México, un electrocardiograma crudo del PIB a largo plazo, y de modo muy importante, el promedio de crecimiento ocurrido, década tras década, desde el año 1930.

La simple panorámica permite formular cinco observaciones:

1) La peor caída del producto mexicano ocurrió -como todos- en medio de la gran depresión, hasta un abismo del -14.8%, en el año 32. Eran los meses en que las instituciones del New Deal apenas emprendían su marcha, pero en cuanto surtieron sus primeros efectos, también vemos el más espectacular rebote positivo (en “V”) ocurrido aquí: al año siguiente (1933) el crecimiento rondaba ya el 11 por ciento, o sea una oscilación destrucción-creación de riqueza que abarcó una cuarta parte del producto nacional.

2) El impulso distributivo cardenista y la industrialización, treparon a la economía a niveles del 5% y la mantuvieron ahí, en un sendero muy estable por diez años (los cuarenta).

3) En 1953, la nación vio descender el producto a una tasa “pavorosa e inaceptable” (como la describió el Presidente de entonces), del 0.3%. Pero la política económica reaccionó, y merced a una decisión meditada y planeada para devaluar el tipo de cambio –hoy inimaginable en el catecismo de Banxico- puso las condiciones para “el milagro” de las siguientes dos décadas. De hecho, en el lapso que va de 1950 y hasta la puerta de los ochenta, el promedio de crecimiento del PIB alcanzó la tasa de 6.46%, casi exactamente la que han sostenido India y Brasil en los últimos 15 años.

4) Luego, esa estructura implosionó ante el cambio del mundo y la inviabilidad de sus propios excesos. Fue una fractura geológica que marca una nueva edad para la economía mexicana: el famoso cambio de modelo, se decía, hacia uno “más eficiente, productivo, competitivo y abierto al mundo”. Las siguientes tres décadas –las de nuestra generación- son la historia de ese cambio y su consolidación.

5) Se suponía que los ochentas fue la década en la que los mexicanos pagaríamos la exuberancia, irracionalidad e incompetencia del modelo corporativo y proteccionista previo. Sangre, sudor y lágrimas indispensables que nos pondrían en la antesala de la globalización y la prosperidad. No ocurrió: los noventa no llegaron ni siquiera a la mitad del promedio de los años 50-70 y lo peor: los diez primeros años del siglo XXI acusan el peor desempeño económico ¡por debajo de la década de los treinta, la de la gran depresión con segunda guerra mundial incluida!

Los resultados del cambio geológico vivido en los ochenta reclamarían una explicación. ¿Qué pasó con las reformas liberalizadoras? ¿Será cierto que simplemente necesitamos más de lo mismo, en el mismo sentido? ¿No compartirán ellas, algunas, responsabilidad en el fracaso de casi treinta años?

Hubo un tiempo en que los años ochenta fueron llamados “la edad de plomo”, la peor década de la historia económica nacional (sin contar la Revolución). Pero no. De la peor década mexicana, en materia económica, aún no salimos.

¿Quién dice que los ochentas fueron la década pérdida?

El Presidente más débil

Mauricio Merino
El Universal, 01/09/2010

Durante el régimen anterior, el Cuarto Informe de Gobierno era el momento estelar del Presidente. Al llegar ese cuarto septiembre, el titular del Ejecutivo ya había pasado el trámite de las elecciones de medio término, que le servían para disponer de una cómoda mayoría de políticos leales en el Congreso, y ya había seleccionado también a la mayoría de los gobernadores que le acompañarían hasta el final del mandato. El escenario era suyo y el ritual del informe le caía como anillo al dedo para subrayar los éxitos, los propósitos y los destinos de la nación.

Hoy las cosas han cambiado dramáticamente. El Presidente de la República llega al Cuarto Informe del 2010, rodeado de problemas y de amenazas de toda índole y con muy poca fuerza para enfrentarlos. No cuenta con la mayoría en el Congreso, ni tampoco con la lealtad de la mayor parte de los gobiernos locales. Los partidos de oposición bloquean sus políticas principales, los líderes parlamentarios del PRI se dan el lujo de desdeñar sus invitaciones al diálogo, los gobernadores le condicionan y aún le niegan el respaldo que les pide para enfrentar la inseguridad, y los alcaldes, llamándose a ofensa, se oponen abiertamente a la estrategia que les propone.

El Presidente tampoco cuenta, como sucedía en el pasado, con el respaldo inequívoco de los medios. A medio camino entre sus propias preferencias políticas y la oferta al mejor postor, ni la tele, ni la radio —ni mucho menos la prensa escrita— son ya las cajas de resonancia de los informes presidenciales. Aunque aún cuenta con espacio de sobra para publicar sus mensajes, hoy el Presidente está obligado a ganar los debates. Ya no puede ordenar lo que se dirá, ni repetirlo hasta volverlo verdad, sino que tiene que construir argumentos y producir la información pertinente para darle credibilidad a sus dichos.

Y no tiene tampoco a las grandes corporaciones que, hasta hace unos años, salían a la calle con las consabidas pancartas que decían: “Gracias, señor Presidente” —aun cuando quien las portaba no tenía ni la más pálida idea de las razones que había para enarbolar esa gratitud—, ni tampoco el respaldo incondicional de los grupos empresariales nacidos bajo la sombra de los negocios prohijados por el gobierno.

Ya no hay ritual, ni razones para reestablecerlo, porque el Presidente de la República ya no encarna ese régimen que dejó de existir. Pero tampoco tenemos todavía otra forma de procesar los conflictos políticos, pues ni siquiera prosperó la iniciativa que el presidente tomó hace apenas un año en su Tercer Informe de Gobierno, cuando tras la derrota electoral del 2009, propuso un decálogo para “pasar de la lógica de los cambios posibles, limitados siempre por los cálculos políticos de los actores, a la lógica de los cambios de fondo que nos permitan romper las inercias y construir, en verdad, nuestro futuro“. En aquel discurso y en las entrevistas que concedió en esos días, el Presidente parecía convencido de que, si el país no pasaba por esas reformas fundamentales, sería imposible seguir gestionando los problemas públicos más apremiantes. Y aquí estamos, un año después, sin haberlas pasado y en condiciones aun peores.

No obstante, el Cuarto Informe será precisamente un recuento de lo que fue posible y un nuevo llamado —casi una súplica— a todas las fuerzas políticas para salvar el sexenio de sus peores augurios. A cambio, tenemos más carreteras, mejor infraestructura urbana y social, una cobertura mucho más amplia de protección social en salud, programas de asistencia consolidados y poco más. No es poca cosa, pero no alcanza ni remotamente a compensar el gravísimo deterioro de la seguridad pública, hasta extremos que empiezan a parecer increíbles, ni el incremento de la pobreza y de la exclusión social, que ya nos marcan como una nueva generación perdida: las dos grandes promesas con las que llegó el Presidente y que hoy se han convertido en una pesadilla común.

Con todo, carece ya de todo sentido creer que las respuestas a esos problemas están reposando en Los Pinos y que pueden emanar repentinamente de las manos del Presidente. No es cierto ni lo será en el futuro próximo, pues eso supondría restaurar el régimen anterior. Las debilidades del Cuarto Informe deberían servirnos, más bien, para llamar a cuentas a todos los otros actores que antes obedecían y hoy festejan su independencia política sin hacerse cargo de la responsabilidad que eso implica. Queríamos un Presidente más débil y ahí lo tenemos. Pero no queríamos que se fuera también la capacidad del Estado para resolver los problemas públicos.

La herencia de la pobreza

Mauricio Merino
El Universal. 28/06/2010

No habría mejor acuerdo político que el destinado a reducir la desigualdad social que nos ata mediante una sóla política pública articulada y coherente. No hace mucho que el Instituto de Estudios para la Transición Democrática, publicó un documento destinado a subrayar la importancia de esa idea, con el título Equidad Social y Parlamentarismo, que merecería mayor atención por el solo hecho de poner las cosas en su lugar: la política al servicio de la equidad entre las personas, y no al revés.

En la misma línea, el pasado 23 de julio, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) publicó el Informe Regional sobre Desarrollo Humano en América Latina y el Caribe, en el que ordena y revisa la información que se ha venido produciendo desde hace 20 años, para concluir que la desigualdad agobiante de la zona —con mucho, la más alta del mundo— es el resultado de la falta de políticas deliberadas para contrarrestarla. Una forma elegante de decir que, en realidad, ha sido la mala política la que ha generado esa brecha enorme entre quienes no tienen nada y quienes nadan en la abundancia.

El informe se publicó casi al mismo tiempo en que el gobierno mexicano reconoció que durante el sexenio de Felipe Calderón se han acumulado cinco millones más de personas en situación de pobreza alimentaria, para sumar casi 20 millones en todo el país. Por si hiciera falta recordarlo, la pobreza alimentaria significa que esas personas no tienen recursos suficientes ni siquiera para comprar el pan suyo de cada día. Son pobres absolutos y, según los datos que publica el PNUD, lo más probable es que sus hijos y sus nietos lo sean, pues la marginación y la pobreza también se heredan.

La desigualdad, por otra parte, es una traba para producir mayor crecimiento. Comprendo que toco la clave de un debate sin fin, pues hay quienes insisten en que la única forma de combatir las diferencias entre los más ricos y los más pobres está en el crecimiento económico. Y en buena medida tienen razón: sin crecimiento y sin ingresos adicionales sería imposible imaginar una mayor justicia social. Se trata de una obviedad: para ser menos pobres, tenemos que ser un poco más ricos. Pero tras esa afirmación evidente, ha de seguir la que se refiere a la distribución del ingreso y de los bienes que se producen gracias al crecimiento, pues la riqueza tiende a concentrarse en unos cuantos, mientras que la pobreza tiende a expandirse entre muchos (y como ya queda dicho: a heredarse entre generaciones).

La pobreza impide que haya mejores condiciones de salud y de educación para quienes la sufren, lo que no sólo significa que sus capacidades para incorporarse a una mejor calidad de vida serán siempre mucho menores que las de quienes gozaron de recursos suficientes desde la infancia para educarse, alimentarse y relacionarse mejor, sino que en conjunto representan también menores oportunidades de generar riqueza para todo el país. Aunque parezca otra obviedad, los países más ricos y más igualitarios generan mayores oportunidades para seguir produciendo más y mejor riqueza. De modo que, así como la pobreza tiende a heredarse entre familias, también tiende a incrementarse entre generaciones dentro de los países pobres.

Pero no es un fatalismo —algo que habrá de suceder, pase lo que pase—, sino la agregación sistemática de decisiones equivocadas y de falta de liderazgo para romperlas. El informe del PNUD nos hace notar que es la falta de calidad en las políticas públicas destinadas a combatir la desigualdad lo que ha impedido quebrar su herencia entre generaciones, pero también subraya la triple ausencia de una representación política válida y suficiente en las instituciones políticas de un sistema de rendición de cuentas para comprometer el uso de los recursos públicos en propósitos realmente comunes, y la captura del Estado —así lo llama el PNUD— por parte de intereses muy minoritarios que transfieren recursos multimillonarios hacia unas cuantas personas.

De modo que no todo consiste en crear las condiciones más favorables para crecer, sino en producir los arreglos políticos para que ese crecimiento se traduzca en la reducción de la pobreza y de la desigualdad. Que las élites políticas se den cuenta, lo asuman como su principal compromiso generacional y en lugar de medrar con ellas se propongan destinar el dinero público a los más pobres, a los desiguales y a quienes de otro modo no podrían heredar nada más que sus carencias de casi todo. De no hacerlo así, no sólo seguiremos siendo campeones de la desigualdad, sino que lo seremos de la pobreza ya irreparable, que está a la vuelta de un par de generaciones.