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Necrópolis

Boris Pahor

 Un hombre vivo en la ciudad de la muerte
Claudio Magris
Editorial Anagrama
Prólogo

Durante una visita al campo de concentración de Natzsweiler-Struthof, en el cual muchos antes se había encontrado cara a cara con el horror y la aberración más inconcebible de nuestra historia, Boris Pahor observa a un carpintero que sustituye –en el campo que ahora se ha convertido en un lugar de memoria y de peregrinaje para ex-deportados como él y para turistas con un alma más o menos consciente de todo aquello que están viendo– algunas tablas podridas de un barracón donde hacía tiempo vivieron (si en tal caso es lícito usar este verbo) prisioneros.

«Mi alma», escribe, «rechazaba las piezas blancas que rodeaban las tablas de madera ennegrecidas, derrubiadas y gastadas. No era el color lo que me molestaba, porque sabía que el hombre iba a pintar las partes nuevas e igualarlas con las viejas; simplemente, no podía soportar que se añadiesen aquellas piezas de madera cruda, recién tallada. Era como si quisieran injertar el tejido descompuesto a las células vivas y plenas de savia, como si alguien quisiera añadir una pierna blanca a las momias aplastadas y ennegrecidas. Estaba convecido de que la degradación debía de quedar intacta. Pero ahora estas piezas añadidas ya no se notan, el mal ha fagocitado las células nuevas y las ha impregnado de su savia podrida».

En esta precisa descripción de un detalle, ya de por sí marginal, se encuentra la fuerza de este libro. La mirada micrológica del autor atrapa lo esencial –el horror difícilmente expresable– desde partículas aparentemente insignificantes y coloca cada cosa, aunque sea mínima, dentro de una perspectiva global, dentro de la totalidad de la vida y de los procesos naturales y históricos. La tranquilidad de la descripción es la fuerza para no sucumbir al mal inaudito ni dejarse envolver; es una tranquilidad que pone en contacto con mayor fuerza cada grito con «el abismo del mal con la que fue castigada nuestra fe en la dignidad humana y en la libertad de nuestras decisiones personales».

Al regresar muchos años después a su necrópolis y darse cuenta de que los visitantes –incluso los más conscientes de lo que ocurrió en aquel campo de concentración y los más reticentes a los que lo han creado o permitido– en realidad nunca podrán penetrar en aquel abismo de abyección, Boris Pahor teme que el tiempo, el olvido y el cambio de vida palidezcan la condena, empañen lo absoluto, convirtiéndolo apenas en el devenir de la naturaleza. Por eso, a él le gustaría que la condena y sus señas permanezcan indelebles, eternas, y que nunca sanen las cicatrices en el cuerpo de la humanidad y de la historia; sanarle, cubrirle, integrarle en la continuidad de la vida sería un posterior ultraje a las víctimas y una amnistía –aunque involuntaria– concedida a una realidad que debe seguir permaneciendo inconcebible. El mal es fuerte, es una savia pútrida que continúa envenenando la historia. Incluso el crecimiento de la hierba en aquel campo, el murmullo del bosque vecino y la caída de la lluvia y la nieve que nivelará las gradas de la ladera que hace tiempo fueran fatigosamente recorridas por los condenados de apariencia despiadada, privados de sentido, absurdo en su «obtuso perdurar».

«Soy injusto, lo sé», dice Pahor con la objetividad clásica del gran escritor. Necrópolis, considerada desde hace décadas entre las obras maestras de la literatura del holocausto, es un libro excepcional que logra combinar el absoluto del horror –siempre aquí y ahora, presente y ardiente, eterno ante Dios– con las complejidades de la historia, de la relatividad de las situaciones y los límites de la inteligencia y la comprensión humana. Los turistas que visitan el campamento, el guía que se gana su sueldo con sus explicaciones (mostrando por ejemplo una mesa de disección en la cual un profesor universitario de Estrasburgo realizaba vivisecciones y pruebas bacteriológicas a los deportados, especialmente a los gitanos), o dos enamorados que se besan delante de la alambrada, perturbando al superviviente de un modo estridente. Sin embargo, con su clásica capacidad de aferrar la totalidad –Pahor inmediatamente se dice a sí mismo «que sería muy infantil querer trasladar a estos dos enamorados a nuestro mundo pasado.

De esta manera la frase «Quién hubiera pensado entonces que por aquí iban a pasear parejas enamoradas» carece absolutamente

de sentido. Porque en nosotros se había establecido un final apocalíptico en la dimensión de la nada, mientras que estos dos se hallan en la dimensión del amor, que también es infinita y también dispone los objetos de manera incomprensible, excluyéndolos o glorificándolos».

Con este gran libro Pahor afronta la tortuosa pesadilla de la culpabilidad (cuanto menos percibida como tal) del superviviente, de quien ha regresado; pesadilla que parece haber pasado el grandísimo Primo Levi, cuando decía que quien ha regresado no ha visto realmente la Gorgona y quien la ha visto no ha regresado nunca. Consciente de tal laceración, Boris Pahor la asume pero no sucumbe ante ella. Al visitar el depósito de los muertos y ver las tenazas con las que luego se los llevaban, piensa en Ivo, un compañero suyo de prisión que no regresó, y la distancia que existe entre su propia supervivencia y la muerte. «Entre Ivo y yo sólo hay sandalias ligeras, pantalones de verano, un bolígrafo con el cual puedo escribir rápidamente el nombre del objeto que veo y un Fiat 600 que me espera delante de la puerta y con el cual en Rojan suelo pasar al lado del almacén en el que Ivo vendía carbón. Y me estoy dando cuenta de que debería liberarme de todo lo mundano y ponerme los zuecos de madera de nuestra miseria para volver a ser digno de su amistad. Entonces, Ivo dejaría de ser invisible y no tendría envidia de que yo fuera a volver a la orilla triestina; tal vez tampoco me pediría que, por fidelidad a él, no me alegrase del sonido de las olas bajo las rocas de las orillas de Barkovlje».

¿Es una infidelidad haber sobrevivido y vivir –a pesar de haber traspasado el infierno– plena e incluso gozosamente, con placer sensual? Pahor contesta a esta gran pregunta con una gran, compleja y completa respuesta humana. No lo oculta, no niega la culpa metafísica de haber dejado en aquel infierno a tantos compañeros. Se pregunta sobre el «pecado», como dice él, en el sueño final, cuando una multitud de sombras silenciosas pasan sin mirarlo ni verlo, como si por el hecho de estar vivo ya no fuera

más uno de ellos, ya no formara parte de aquella gente a la que pertenece más que cualquier otra. Se pregunta por el pecado de haber intercambiado cigarrillos por una rebanada de pan, de haber comido el pan de los que ya habían muerto y también de haber contado con su pan, de haberse puesto los calzoncillos de los muertos de su alrededor.

Cada regreso al campamento le hace sentirse también, paradójicamente, como un privilegiado y él lo sabe bien: privilegiado por haber tenido la suerte de realizar en el campo de concetración una labor un poco «menos brutal», como es en su caso la de enfermero; incluso privilegiado por la gracia de la vida, que le fue dada por la decisión inescrutable de los dioses, frente a una constitución física y mentalmente más débiles otorgada a los demás –vitalidad que aún hoy a sus 95 años Boris Pahor posee con una increíble y natural frescura.

Él no se deshace de la culpa, la asume como asume la presencia a cada instante de su existencia vivida en la necrópolis, que no sólo es la necrópolis de ese lugar y de los campos de concentración, sino la existencia en general, también de aquella de cincuenta años después, irremediablemente imbuida de esa certeza de haber muerto vivo en los campos de concentración y asimilada para siempre en cada persona.

Al criticar la película de Resnais, Pahor escribe: «Debería haber profundizado más en esta vida, o mejor dicho, en esta muerte. Debería haberla vivido. Vivir la muerte». A diferencia de otros –y no por eso menos grandes– Pahor lleva consigo esta realidad, siempre presente, con un admirable understatement del estilo cotidiano; nunca se ha «hecho» el deportado –que habría sido más que comprensible– dejando sin embargo que otros le ignorasen tranquilamente y comportándose «como él mismo». No ha permitido que esa realidad deprimiera su vitalidad, gusto sensual, placer intelectual, alegría de la vida y libertad de juicio.

Pahor no quiere ser «injusto» con los enfrentamientos en los que no ha vivido el horror. Él sabe bien que esta «injusticia», a saber, la reivindicación universal de lo absoluto del exterminio, es necesaria y debe permanecer viva en el pensamiento y en los sentimientos –para no pasar a los actos y por lo tanto domesticar el horror y acostumbrarse a él– aunque debe, al mismo tiempo, ser relativizada y dominada, y concienciarse de uno mismo. Así que cuando el amigo y compañero del campo de concentración André, particularmente querido para él y que falleció pocos años después de la liberación, escribe que hay que aniquilar a todos los alemanes, a la estirpe que produjo los campos de exterminio, él (al mismo tiempo compartiendo erróneamente el engañoso acercamiento de Nietzsche al nazismo) responde: «No tienes razón porque sin darte cuenta aceptas el mal que te había contagiado. […] Te comprendo, pero también sé que no eres prudente». Se concentra, concretamente, en la ambigüedad, después de la guerra, de los poderes y las sociedades occidentales contra los nazis.

Una cruel ironía política del destino de Pahor es el hecho de que él y otros eslovenos de Trieste, del Carso y de Primorska se encuentren inscritos en el campo de concentración como italianos, de acuerdo a su nacionalidad, mientras que la alianza desafortunada de la Italia fascista con la Alemania nazi es el origen de su infierno, en el cual, sin embargo, muchos italianos son aniquilados: «Nosotros eslovenos del litotal afirmamos obstinadamente ser yugoslavos. El corazón y la mente se rebelan al pensamiento de ser eliminados como pertenecientes a una nación que, desde el final de la Primera Guerra Mundial, siempre había

tratado de asimilar a los eslovenos y los croatas ».

El punto de partida de la violencia criminal es para Pahor el incendio del Narodni Dom (Casa de la Cultura) esloveno en Trieste, en el año 1920, por parte de los fascistas, huella del símbolo de la desnacionalización llevado a cabo por parte italiana en el enfrentamiento de los eslovenos no sólo contra el fascismo, sino incluso antes, aunque de manera menos explícitamente brutal. El incendio del Narodni Dom está muy presente en la narrativa de Pahor, por ejemplo en el Incendio en el puerto (1959), así como la asimilación forzosa, la supresión de las escuelas eslovenas y el posterior el arresto en Trieste por parte de la Gestapo conforman gran parte de su obra, desde Mi dirección de Trieste (1948), Ciudad en el golfo (1955), En seco (1960) hasta El oscurecimiento (1975). Obras éstas en las que uno se enfrenta no sólo a la violencia fascista y el horror nazi, sino también al frecuente desconocimiento por parte de los eslovenos de los derechos elementales y de plena identidad triestina, con el consiguiente muro como consecuencia de la ignorancia que ha separado durante mucho tiempo a los italianos de la minoría eslovena, privando a las comunidades del esencial enriquecimiento recíproco. También yo, por ejemplo, he descubierto a Pahor, a este crítico y apasionado cantante de mi y su Trieste, relativamente tarde.

La evidencia de esta separación se da en Necrópolis, sin embargo, desde la sutil desconfianza que Pahor experimenta en el campo de concentración, en los enfrentamientos de los compañeros de infortunio italianos, incluso de aquel Gabriel, que sólo más tarde lo descubrirá –dedicándole explícitamente en una generosa nota al final de libro– como Gabriel Foschiatti, un republicano e indómito antifascista que murió en Dachau, del cual el mismo Pahor subraya «qué democráticos y visionarios fuimos […] en relación a las garantías necesarias para la supervivencia de una comunidad minoritaria».

En este sentido, la frase de Necrópolis citada anteriormente contiene una interpretación errónea, porque no ha sido «la nación» italiana la que oprimía a los eslovenos, como tampoco es «la nación» eslovena o croata o serbia responsable de las violentas e indiscriminadas represalias realizadas al final de la guerra contra los italianos, ni por ejemplo la masacre de los domobranci, los colaboracionistas eslovenos, ni de los ustasha ni los chetniks llevada a cabo por los seguidores de Tito en el año 1945 y denunciado

–además de por el gran escritor esloveno Drago Janˇcar– en un libro –entrevista con Edvard Kocbek realizado por el mismo Pahor (y castigado por esto con la prohibición de entrar en Yugoslavia por un año), que también había sido entregado anteriormente a la Gestapo por los propios domobranci.

El fascismo y el nazismo ciertamente surgen del nacionalismo, pero no sólo por eso, sino por una reacción particular (étnica, social, económica, política, cultural, e incluso a veces religiosa) a la renovación radical que, con la Primera Guerra Mundial y sucesivas guerras, ha destruido el viejo orden europeo. Para desactivar su mecanismo mortal es necesario destruir cualquier fiebre de identidad, cualquier idolatría de identidad nacional, auténtica cuando se vive con sencillez, pero falsa y destructiva cuando se ensalzan ídolos o valores absolutos y se tienen delirios de superioridad sobre los otros. La singularidad, ha escrito Predrag Metvejeviˇc, no es todavía un valor, es sólo la premisa de un posible valor que lo trasciende; cuando llega la opresión, aparece duramente la defensa pero sin permitir nunca –como decía en un momento dramático para la nación polaca a Miłosz su tío Oscar– que se convierta en el valor supremo. La nacionalidad es un valor intrínseco en cuanto no es un hecho de la naturaleza, sino de lo que se siente y, a veces se opta por ser: Martin Pollack recuerda cómo en Tüffer –una pequeña ciudad de Estiria– en las tensiones entre alemanes y eslovenos entre los siglos xix y xx, había un cabecilla alemán-nacional llamado Drolz y un esloveno nacionalista llamado Drolc.

Necrópolis es un retrato de campo completo y al mismo tiempo conciso –nunca patético– de la vida (de la no vida, de la muerte) en el campo de concentración. Un poderoso aliento humano coexiste con una precisión aguda y fría, en una perfecta estructura narrativa que imbrica la historia del pasado –de la cárcel, revivida en el presente perpetuo del horror– y el balance del presente, al visitar de nuevo muchos años después de aquellos infiernos regenerados y convertidos ahora en museo y recordatorio de todo aquello, con las ambigüedades implícitas en esta siempre incierta superación oficial del pasado.

Necrópolis es una obra magistral (si es lícito utilizar juicios estéticos para un testimonio del mal absoluto) por su límpido conocimiento estructural, por la imbricación de los tiempos –verbal y existencial– que tejen la historia. En un libro donde no existe la más mínima mancha, encontramos momentos especialmente memorables: la secuencia cinematográfica de la masa colectiva («multicéfala») de prisioneros bajo el chorro de agua de la ducha, el afeitado del pubis que trata a los prisioneros como a perros oliéndose unos a otros, las tenazas arrastrando los esqueletos hacia los montones de otros esqueletos, los detalles del trabajo o de

la atención recibida por los prisioneros –enfermeros como el mismo autor, la horca para los ahorcamientos, las estratagemas para salvarse colgando una etiqueta con otro nombre del dedo gordo del pie de un cadáver, los delirios de los moribundos; la boca siempre vociferante de los alemanes elevada a rasgo antropológico, el desorden de la ropa hedionda de muertos aun así todavía valiosa para los vivos, el silencio de humo saliendo de las chimeneas; la exigencia de un orden que, paradójicamente, continúa permaneciendo incluso en la ejecución de los infames trabajos forzados, el secreto egoísmo en la ayuda prestada a un condenado con el alivio de no estar en su lugar, los miserables y bienvenidos trueques de colillas de cigarrillos por cortezas de pan entre los prisioneros; la abyección histórica devenida a la miseria cósmica, al vacío absoluto.

Momentos lanzados ante la eternidad con una poderosa poesía, como las dos muchachas que se cruzan casualmente en las calles con la fila de los condenados e incluso sin darse cuenta, los eliminan de su mirada, como si en aquella calle sólo hubiera nieve y un hermoso día sol. O la sonrisa de un niño que se asoma por la ventana mientras en la calle pasa una fila de víctimas y sonrisas; una sonrisa inocente, pero «anacrónica», como el sol brillando en lo alto del cielo. O también, el condenado que antes de ser ahorcado escupe en la cara de los verdugos –a veces basta sólo un escupitajo en la cara de cualquiera para lavar la suciedad de la faz del mundo.

Boris Pahor ha sobrevivido. Su corazón todavía no puede adentrarse, pero parece haber salido de aquella necrópolis realmente vivo, en todo el sentido de la palabra; irremediablemente marcado pero no humanamente mutilado o deslucido; íntegro, a diferencia de otros –incluso de otros grandes escritores– pasó por un infierno. Tal vez debe en parte esta integridad a su vitalidad, su familiaridad –que le hace retornar a sus orígenes populares– con la corporeidad elmental de la vida que le permite no sentirse incómodo «en contacto con la podredumbre, con las heces y la sangre».

Esta fuerza, esta armonía con el discurrir incluso inmundo de la existencia y con la materia –frágil, a veces repelente, pero a veces también cristianamente gloriosa– de la que estamos hechos, se convierte en una ayuda fraternal para que aquellos pobres cuerpos sucios alrededor de él, puedan ser lavados y enterrados. Boris Pahor lo hace y lo narra con una precisión fría de los hechos, sin ningún pathos humanitario. Incluso en aquella necrópolis la resistencia es una esperanza. Para ellos y para los otros. Me pregunto

si, como dice la Biblia, los huesos humillados –todos los huesos humillados– un día saltarán de júbilo.

(Traducción de Gemma Santiago)