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El debate público

¿Para qué hablar de retos?

Rolando Cordera Campos

La Jornada

03/05/2020

Uno tras otro se presentan dilemas y desafíos. Algunos los identificamos y tratamos de sortear o superar con políticas, convicciones o ingenio. De otros mejor no hacemos caso. Tal es la trama cruel que vivimos a diario y, seguramente, viven con angustia los responsables de la conducción económica y social del país. Por alguna ignota razón, no podemos decir lo mismo del continente político, donde debería deliberarse y dirimirse a través de las acciones y diseños del Estado la intrincada manigua a donde nos trajo la crisis que hoy nos abruma y lo hará por un buen tiempo.

Metidos en la crisis y sometidos a las durezas de la disciplina sanitaria, es muy difícil imaginar el mediano plazo, no se diga el largo, donde a pesar de impaciencias e intemperancias se cocinará nuestro futuro y el de muchos más. Tal parece ser el escenario que esta crisis de dos cabezas ha tejido para nuestro infortunio y desesperación.

Veamos primero el dilema más socorrido en la discusión económica. Es bochornoso que el litigio entre deuda y gasto vuelva a presentarse como el dilema principal de la política económica de México. En el mundo, sin presumir ni provocar, los gobiernos y los analistas simplemente ven y entienden el recurso al déficit público y el endeudamiento estatal como algo necesario, en realidad obligado, cuyas implicaciones deben asumirse, pero no ser óbice para caer, como ocurrió después de 2009, en un austericidio que, para muchos, digamos los españoles, los italianos y desde luego los griegos, se volvió fatídico.

Más allá o más acá de doctrinas y creencias, la realidad inmediata da paso al sentido común como una condición sin la cual no puede haber otro mañana que la depresión económica y el agravamiento de la salud. Para amainar los impactos de ambos es indispensable más gasto para defender el empleo y el consumo y, sobre todo, para proteger a los débiles y enfermos.

Agobia que volvamos esta cuestión un dilema mortal, o moral, según se le vea, cuando lo que debe preverse son la duración y profundidad del gasto excedente, del déficit público y el endeudamiento requerido. Con esto, tendría que venir una sensata reflexión sobre los plazos de pago de la deuda y la forma de hacerlo. Llegaría entonces el tiempo de la reforma tributaria y, más allá de ella, hacendaria, para por fin entenderlas como expediente primordial para asegurar dicho pago y sobre todo crear el espacio fiscal necesario para sostener un Estado fiscal propiamente dicho, con capacidad de gasto y endeudamiento. Así y sólo así, estaríamos listos para una recuperación sostenida y la creación progresiva de un nuevo curso de desarrollo.

El enemigo no es la deuda, que sólo es un instrumento. Nuestro oponente se aloja en nuestras debilidades políticas, institucionales y conceptuales, como las que recientemente han aflorado con las reformas planteadas por el Ejecutivo a una Ley de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria cuya obsolescencia hace mucho era evidente. Mal momento para proponer reformarla, vía libre para una nueva escaramuza de supuesto fondo entre democracia y dictadura, presidencialismo sin control y republicanos sin coordenadas. Y lo peor, para que todo quede igual: un congreso sin foro ni medios para entender la veleidosa realidad de la crisis; un ejecutivo sin armaduras financieras ni, por lo visto, institucionales y políticas eficaces. Una sociedad desarmada sujeta a creencias y, al final, una economía harapienta.

Desafíos, decimos, hay muchos y pueden agobiarnos. Salir al paso de la pandemia y evitar que nos devaste y, de la mano, levantar el inventario de nuestras capacidades instaladas y potencialidades dispuestas. Esforzarse en modular la recesión y evitar que se vuelva depresión, son urgentes, pero no los únicos.

Hay que poner uno mayor sobre la mesa: inscribir coherentemente los esfuerzos y políticas inmediatos en la difícil perspectiva de una recuperación económica que debe prohijar un magno esfuerzo de reconstrucción institucional para erigir un nuevo curso. Nada de esto se hará sin recuperar la política, la buena que busca e inventa el acuerdo en lo fundamental, porque en ello le va la vida.

Las tormentas perfectas como metáfora pasaron a mejor vida. Nos aguarda la realidad sin concesiones.