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El debate público

Política, corrupción, justicia

José Woldenberg

El Universal

04/08/2020

Una idea pedestre y poderosa parece instalarse entre nosotros: la política y la corrupción son una y la misma cosa. Y cuando, por fortuna, todos los días se documentan casos, para intentar evitar su repetición, esa noción se refuerza.

No hay nada que reblandezca más la confianza en la política y sus instrumentos que los fenómenos de corrupción reiterados que quedan impunes. Se trata de un corrosivo que afecta a partidos, políticos, congresos y dependencias públicas, sin los cuales es difícil imaginar un régimen democrático. Esas instituciones y sujetos, tan vilipendiados, son los instrumentos que la hacen posible, y cuando su prestigio declina, es recurrente la aparición de líderes que ofrecen prescindir de ellos —»carcomidos por la corrupción»— para establecer una supuesta interlocución directa con el auténtico pueblo, que invariablemente deriva en regímenes discrecionales y autoritarios.

Vivimos una paradoja mayúscula. Durante años la corrupción fue opaca, con escasa visibilidad, y contó con una especie rara de consenso pasivo. Fue el proceso democratizador el que arrojó luz a la corrupción y fueron los partidos, medios y agrupaciones civiles los que develaron una y otra vez casos de corrupción flagrantes. Los partidos, en particular, la utilizaron como una catapulta para desprestigiar a sus adversarios y generaron no un “juego de suma cero” (en el que lo que pierde uno lo gana otro), sino un combate en el que todos quedaron manchados. Ese proceso arrojó dos resultados venturosos: a) visibilizó la corrupción y b) construyó una menor tolerancia hacia la misma.

El combate a la corrupción es necesario para la salud de la vida pública. Y el único método que se ha inventado para atajarla es la impartición de justicia. Pero ello tiene su gracia. Y empieza a ser tal cuando se aplica de manera universal (no solo a los adversarios políticos sino también a los compañeros y aliados) y cuando se sigue eso que los abogados llaman el debido proceso, es decir, las reglas que hacen que la justicia sea tal y no venganza o disimulo ante los delitos de los amigos. La justicia puede coadyuvar a asentar y multiplicar la confianza en las instituciones del Estado y la democracia (al demostrar que se combate la impunidad y que la política activa sus propios anticuerpos) o derivar en un espectáculo vistoso y caprichoso que solo alimenta la antipolítica, es decir, el desprecio a las instituciones republicanas, al reforzar la peregrina idea de que política y delincuencia son lo mismo.

No solo en México los veredictos y griteríos mediáticos se imbrican con los juicios propiamente dichos generando ambientes nada proclives a cumplir con los requisitos de una auténtica justicia. El escándalo público, las especulaciones desbordadas, los climas de opinión pueden convertirse en linchamientos públicos antes incluso de que los casos sean presentados ante un juez y ello, en ocasiones, no solo desnaturaliza sino invierte los términos del debido proceso.

Entre nosotros, no fue una ocurrencia la construcción de una fiscalía independiente del Poder Ejecutivo, intentando escindir la contienda política de la impartición de justicia. Eso, en teoría, conviene a todos: autoridades, víctimas, presuntos culpables y al mismo proceso. Pero no parece que esa idea cardinal sea muy apreciada por el actual gobierno en el cual a veces no se sabe si es el presidente o “su” fiscal el que está a cargo de los asuntos.